lunes, 17 de marzo de 2014

El cuarto de las estrellas

No me hace falta tener una conversación con una amiga o leer un libro para que me vengan a la memoria los desaparecidos cines Clarín, tan presentes en estos textos. Pero si lo hago, si tengo esa conversación con una amiga o leo un libro donde el amor por el cine está muy presente, el recuerdo es inmediato. Me ocurre ahora mismo, leyendo "El cuarto de las estrellas", la extraordinaria novela de José Antonio Garriga Vela que obtuvo el último Premio Café Gijón y que Siruela acaba de publicar. La historia de esa familia, la de ese padre cuya máxima ilusión era visitar Nueva York y que tenía un cuarto en la casa donde estaba rodeado de esas estrellas cinematográficas a las que tanto adoraba. "Durante aquellos años no me salvo la vida ninguna pistola, sino el cine", le dice el padre a su hijo. A mí también me ocurrió lo mismo. El cine me salvó la vida. Aquellos cines que estaban al lado de mi casa, los Clarín, suponían algo muy parecido a ese cuarto de las estrellas donde se refugia el padre del protagonista de la (extraordinaria, insisto) novela de Garriga Vela. No importaba la hora o el día: aquellas tres salas constituían un refugio para la soledad de aquel joven que fui. La primera sesión o la última, la de las diez y media de la noche. Las luces se apagaban y lo único que importaba era lo que iba a aparecer en la pantalla. Un lunes, un miércoles, un viernes (el día de los estrenos, primera sesión) o un domingo. Nada malo podía ocurrir allí dentro. Y de hecho, nada malo sucedía. Todo lo contrario. Aunque la película me defraudase, que a veces también pasaba. Allí, en aquellas salas, frente a la pantalla, era el único sitio donde tenías la certeza de que las cosas buenas podían llegar a suceder. Las que tanto deseabas. Ciclos en versión original, películas pequeñas que se estrenaban en la sala tres, el respeto de la gente a la que le interesaba el cine de verdad. El cine como algo esencial y no como un mero entretenimiento. Aquel silencio. Aquel olor. Aquellas butacas. Y el sonido de la película que comenzaba. Puedo percibirlo todo claramente. No me hace falta cerrar los ojos ni soñar despierto. Todo está ahí, en mi cabeza, muy presente. Hay recuerdos difíciles de borrar. Recuerdos que definen tramos de tu propia vida. Los años -esos años que pasan vertiginosamente, aunque en aquellos momentos eso no lo supieras- te descubren la felicidad de la que entonces no eras del todo consciente. Siempre sucede así. Eso también lo vas sabiendo con el paso del tiempo.
Todo se va quedando como en una especie de nebulosa, aunque para ti el recuerdo de tantas cosas sigue aún vigente. Pienso en esto recordando que estos días se cumplen tres años de la muerte de Josefina Aldecoa. Creo que a Josefina le está pasando un poco como a esas otras escritoras que se han muerto en los últimos tiempos -Esther Tusquets, Enriqueta Antolín, Ana María Moix...-: el olvido va cerniéndose sobre su obra. Es prácticamente imposible encontrar libros de Antolín o Moix a no ser en bibliotecas o en librerías de viejo. Con esto, lamentablemente, vamos diciéndolo todo. Muchas de esas obras merecían otra presencia en el fondo de las librerías. La furiosa avalancha de novedades, con títulos más que vergonzosos a la cabeza, puede que tenga buena parte de la culpa. Por eso, creo, es tan importante la labor de los editores a la hora de reeditar y de los libreros de verdad, no los simples vendedores de libros, que son los que más abundan. 
Pero quiero terminar este texto como lo empecé: con el libro de Garriga Vela. Con la historia de esa familia: sus miserias, sus aspiraciones, sus secretos... Con los sueños de un hombre que custodiaba a las estrellas. Y que me han hecho recordar algunos de los míos.

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