lunes, 10 de febrero de 2014

Rendidos ante Terele

Lo primero que llama la atención de Terele Pávez en las últimas entrevistas que le han hecho -aparte de su voz, evidentemente: esa voz única y tan característica- es la vitalidad y el entusiasmo con los que contagia al entrevistador y a los que la escuchamos. Las ganas de vivir. De contar. De hablar. De conocer. De estar en el mundo, en este mundo, y en el suyo propio, el de la interpretación. Ella sabe, como lo sabemos los que ya vamos teniendo una edad, que la vida no siempre es fácil. Y creo que de ahí, precisamente, surge esa vitalidad. No es un contrasentido. Yo me entiendo. Y ella, si me lee, creo que también. Si hoy no ha sucedido algo bueno o algo que esperábamos ansiosamente, démosle la vuelta al asunto, pongamos la risa y mañana será otro día y quién sabe lo que ocurrirá. Lo que ocurrió ayer con ella fue lo más emotivo de la Gala de los Goya: todo el mundo de pie, aplaudiéndola, mientras ella, emocionada, ya con el premio en la mano, seguía buscando la sonrisa de su hijo, Carolo, sentado a su lado, también emocionado. Normal. La imagen conmovía a cualquiera que tuviera sensibilidad y criterio: aquel pedazo de señora, envuelta en su espléndido y llamativo vestido rojo, el pelo negro y tirante, como una adolescente frágil a la que finalmente le habían dado lo que llevaba tiempo mereciendo. Eso no lo dijo ella, que es más bien humilde, en ninguna entrevista. Eso lo digo yo. Y muchos que, como yo, la admiramos y la seguimos: haga lo que haga, por pequeño que pueda ser el papel. Cine, teatro, televisión... No importa: ahí estamos. Como estuvimos ayer, rendidos por completo a sus palabras, a su voz, a su talento. A su fragilidad revestida de mujer de hierro. De mujer tierra, como ha escrito esta misma mañana la fabulosa Natalia Dicenta. Los ojos la delataban. Los ojos de Terele. Esos ojos que tanto saben y que tanto, cuestión de actitud, desean aprender aún.
Lo he escrito ya alguna que otra vez, pero insisto sobre ello porque hay cosas que conviene recordar de vez en cuando. Su interpretación en "El caso de las envenenadas de Valencia", dirigida por Pedro Olea, justifica toda una carrera y debería ser asignatura obligatoria en cualquier escuela de interpretación que se precie. Tal es la fuerza y la transformación que sufre. Terele deja de ser Terele para ser aquella pobre mujer que, con una vida tremenda a sus espaldas, fue condenada a muerte. Hay momentos -miradas, gestos, silencios, desgarros contenidos- tan poderosos en aquella interpretación que no importa las veces que hayas visto la película: siguen provocando el mismo impacto, el mismo escalofrío. Los mismos miedos.
Es sólo un ejemplo. Hay muchos y todos los conocemos. "Los santos inocentes", "Diario de invierno", "La Celestina", "99.9", las pelis con Álex (todas ellas, sin excepción)... Y lo que esté por venir.
El año pasado, cuando presenté a Charo López en los Encuentros Literarios que se celebraron en esta ciudad para que leyese algunos textos de Maruja Torres y Rosa Regás antes de que esta última ofreciera una magistral conferencia sobre su literatura y la situación de las mujeres en el mundo, dije que si Charo hubiese nacido en América tendría varios Tonys, un Oscar y un Emmy, como poco. De Terele, para concluir, puedo decir lo mismo. Incluso, como escribí también en otra ocasión, un teatro con su nombre en pleno corazón de Broadway. Si se lo pusiesen en Madrid, tampoco estaría nada mal. Es sólo una sugerencia.
Enhorabuena, Terele.

1 comentario:

  1. Sin duda fue el momento de la gala, el más emotivo y el más esperado para los que la admiramos. ¡Grande Terele!

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