jueves, 6 de febrero de 2014

Dos palabras

En el suelo, cerca de la mesa de la terraza donde nos encontramos tomando unos cafés, están escritas esas palabras. Dos palabras escritas con tiza y mano temblorosa por la emoción o por el frío o por ambas cosas, que ya sabemos cómo se las trae el temporal estos días. Dos palabras, escritas con tiza de color amarillo: Te quiero. El sol las ilumina con toda la fuerza de la que es capaz. ¿Quién las habrá escrito? Dos palabras, pintadas en el suelo, cerca de una terraza, en la Plaza Miñor. Quizá unos adolescentes, la noche anterior, antes de las diez de la noche, la hora de la retirada a sus casas por imposición paterna. Quizá unos borrachos, de regreso a la cama, esta misma mañana, agotando las últimas cervezas: de ahí el baile tembloroso de las letras. Quién sabe. Ahí están, en el suelo, luminosas, como una incógnita. Otra más.
Las voces de algunos niños jugando hacen que me olvide de esas palabras escritas en el suelo. Las voces de esos niños que se suben a los bancos, que se deslizan por el tobogán, que corretean de un lado a otro hasta llegar a la fuente, me transportan por unos instantes a otra época, en esta misma Plaza. Han pasado más de treinta años y ahí estamos, en mi memoria, mi madre y yo, como esta misma mañana con sol de invierno y temperaturas aceptables (de momento). Mi madre me llevaba a esa Plaza para que, entretenido con el barullo provocado por otros niños, terminase mi merienda. Si eso, el barullo, dejaba de entretenerme, me contaba cuentos, historias, reales o inventadas. Así parecía que la cosa funcionaba. Entre una historia y la siguiente, conseguía que terminase el bocadillo, el plátano, la mandarina o el yogur. Y entonces, concluida ya la merienda, la mayoría de las veces ya no quería ir a jugar con los otros niños: quería que mi madre me siguiese contando historias, reales o inventadas, que a mí eso no me importaba ni alcanzaba a distinguirlo. Mi madre nunca me obligaba a ir con los otros niños y, accediendo a mis peticiones, seguía contando sus historias. No necesito esforzarme demasiado para recordar algunas de ellas. A veces, al hilo de aquellas nuevas historias, mi madre conseguía que también comiese una de las galletas que, envueltas en papel de plata, traía en el bolso.
Es la propia voz de mi madre la que me trae al presente, a esta mañana de febrero que es tan parecida a todas las mañanas de los últimos tiempos. Mi madre dice que tiene frío, que en la silla donde está sentada ya acecha la sombra y el sol apenas calienta. Le duelen las costillas. Estos días a su enfermedad le ha dado por instalarse ahí. Cualquier sitio le parece bueno. Esperemos que pronto desaparezca ese nuevo dolor y tarde en regresar. Nos levantamos. Le cuesta levantarse a causa de ese dolor. Entonces, como el reverso de aquella instantánea de hace más de treinta años, soy yo el que empieza a contar historias para distraer el dolor. Reales o inventadas, qué importa. Los planes que tenemos para el fin de semana, la última película que hemos visto, el libro que acabo de leer o el que quiero comprar, el currículum que acabo de enviar a esa nueva librería-café que han abierto y que tenemos que ir a visitar los dos próximamente, el encuentro con una amiga que hacía mucho tiempo que no veía, una noticia del periódico... Todo vale. El caso es contar una historia, la que sea, ahuyentar el dolor, distraerlo.
Y así, dejamos atrás las voces de aquellos niños, la incógnita de aquellas dos palabras escritas en el suelo. Y seguimos caminando, desafiando las zonas sombrías, buscando el sol, enredados en historias.     

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