viernes, 28 de febrero de 2014

Ritmo lento

El miércoles es el día que suelo acompañar a mi madre al ambulatorio. Es el día de su inyección semanal. Casi siempre solemos encontrarnos con gente conocida. Gente del barrio que acude, como nosotros, por cuestiones relacionadas con sus enfermedades crónicas o por una gripe o una infección de garganta de última hora. También caras nuevas, personas que han ido a vivir hace poco por esa zona y que, semanalmente, se van convirtiendo en rostros familiares. El trajín de los ambulatorios siempre es el mismo: personas que entran y que salen, que hacen cola para pedir cita o para recoger el sobre con sus recetas, que aguardan pacientemente su turno para la consulta con los médicos o los enfermeros. Rostros amables, rostros cansados, rostros con sueño, rostros abatidos, rostros con expresión de dolor o con ganas de terminar con el trámite lo antes posible. Gente que lee el periódico o que no aparta la vista de la puerta de la consulta que le corresponde, impaciente. Como si, al hacerlo, al mirar fijamente hacia la puerta en cuestión, la persona que aún está dentro fuese a salir primero. Personal amable y personal menos amable. Hay de todo. Lo normal. Como siempre. El ritmo, en los ambulatorios, siempre es lento. Con esa lentitud extraña que arrastran esos días en los que esperas que sucedan cosas y no sucede nada.
Suelo llevar un libro en la bolsa -estos días, "Las Inviernas", de Cristina Sánchez-Andrade, que reseñaré para la revista Clarín- para leer algunas páginas mientras mi madre está en la consulta de la enfermera. Casi nunca lo saco de la bolsa. Me gusta observar a la gente que aguarda su turno, que está sentada enfrente de mí. Imaginar las historias que hay detrás de cada una de esas vidas. La luz, a través de los grandes ventanales, apunta sobre esos rostros, realzando el dolor o el sueño o el cansancio o el hartazgo o la resignación. A veces, por cualquier motivo, alguien levanta el tono de voz un poco más de lo apropiado y sus palabras resuenan por todo el pasillo. Siempre hay otros que rechistan y la persona que levantó la voz, la baja inmediatamente. Incluso, llegado el caso, se disculpa. Aunque no siempre ocurre así.
Este miércoles me llamaron poderosamente la atención dos mujeres. Una de ellas, mayor, con las piernas completamente vendadas, caminando muy despacio hacia el ascensor, con mucha dificultad, tras la visita a la consulta del médico. Una mujer desconocida para mí. Iba un tanto desaliñada y, ya en el ascensor, pudimos percibir un intenso olor a vino y de su bolso abierto sobresalía un cartón de L&M recién comprado. Tenía un aire a Lola Gaos, aunque allí nunca llegué a escuchar su voz. Por un momento, dentro de aquel ascensor, sentí la voz cascada y furiosa de la actriz. El olor agrio del vino, impregnado también en la ropa de aquella mujer que se parecía a Lola Gaos, me revolvió el estómago. Las nueve y media de la mañana no son horas para esas cosas.  
La otra mujer sí era una vieja conocida, aunque me costó unos minutos reconocerla. Tenía un negocio no demasiado lejos de ese centro de salud. Solíamos ir allí de vez en cuando a comprar dulces y pan. Era ella, sin duda, pero todo su cuerpo estaba cambiado. Extremadamente delgada, con la cara contraída por el dolor, también andaba con mucha dificultad, apoyándose en una muleta. La enfermedad -cáncer, supongo- la había transformado por completo. Ausente, sólo atendía cuando la mujer que la acompañaba le decía algo en voz baja. Qué despiadada es la vida en ocasiones, pensé, tratando de apartar la mirada de su rostro desfigurado. No conviene hurgar en el dolor ajeno con demasiado descaro.
Salimos de allí. Antes de hacerlo, la mujer que llevaba las piernas vendadas y que se parecía a Lola Gaos no sé qué farfulló cuando alguien le dijo que no podía encender un cigarrillo en la puerta de la entrada, que tenía que alejarse de allí unos cuantos metros para hacerlo. El cielo estaba completamente despejado, pero hacía mucho frío. El ritmo lento del ambulatorio se había quedado atrás, hasta el próximo miércoles.   

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