miércoles, 12 de febrero de 2014

Los silencios del cementerio

Esta mañana hemos estado en el cementerio. Bajo un silencio que sólo se quebraba por el rumor lejano de algún reloj (tal vez sólo un rumor imaginado) y por esas ráfagas de viento que arrastran estos días tejas, plantas, bolsas, bufandas, guantes y zapatos viejos que ya nadie quiere. El cielo estaba tan despejado y azul que, como si se tratase del cielo de los veranos en esas horas del mediodía en las que todo el mundo duerme la siesta, casi hacía daño a la vista. El cementerio de Mieres, donde están enterrados mis abuelos y mis tíos, los dos hermanos de mi madre. Pronto se cumplirán diez años de la muerte del más pequeño. Mi madre no pisa ese cementerio desde entonces. Le resulta imposible. Hay gente a la que le sucede todo lo contrario. A ella, no. Sólo con pensar en la idea de poner un pie allí se pone enferma. Tan grande es la tristeza que la embarga. La idea de la muerte siempre nos asusta, nos paraliza. Cada uno escapamos de ella como podemos. Como sabemos. Como de casi todo lo negativo, por otro lado.
En algunas de las flores que están colocadas sobre las tumbas -flores de plástico y flores naturales-, hay algo parecido a restos de nieve. Una nieve sucia como el agua de los charcos que encontramos a nuestro paso y que nuestras botas no son siempre capaces de esquivar. Se podría escribir una historia con cada uno de los nombres que figuran en las lápidas. Las historias que dejaron atrás, a su paso por esta tierra. Las personas a las que amaron, los hijos que tuvieron (o que no tuvieron), los sueños que persiguieron, las traiciones que sufrieron, los besos que recibieron y los rostros y las bocas que besaron. Gente que se murió a una edad avanzada y gente que lo hizo a una edad temprana. Un cementerio es una especie de mapa que refleja una parcela del pasado. De nuestro pasado. Todos sabemos lo que es perder a alguien definitivamente. A todos nos tocó aprender a vivir con esas ausencias.
Recuerdo, mientras recorremos en silencio los largos pasillos, nuestras visitas a los cementerios de París en busca de las lápidas de escritores y cineastas admirados. Qué extraña excursión, pienso. Y sin embargo, la sensación al acercarte a esas tumbas donde reposaban esos artistas tan admirados era tan íntima como si estuvieses leyendo uno de sus libros o viendo una de sus películas. Un repentino escalofrío recorría tu espalda del mismo modo que lo hace cuando estás delante de la tumba de esos seres que ya no están y a los que quisiste y aún recuerdas casi cada día. De esa gente a la que quisiste, te queda el recuerdo, el reflejo de sus enseñanzas, incluso el olor aunque ya sea imposible percibirlo. De los otros, en las estanterías, te quedan los trabajos por los que los admiras. Otras enseñanzas.
Aún allí, no sé si quiero acercarme al lugar donde está enterrada mi familia. De repente, pienso que no quiero hacerlo y regresamos sobre nuestros pasos. Como si, al hacerlo, huyésemos de la propia muerte. De esa idea que siempre nos atemoriza. El vendaval, como el silencio, permanecía. Y el rumor del reloj -real o imaginado-, también.

1 comentario:

  1. Al hacer una primera lectura de la entrada todo me recordaba a mi (el silencio de los cementerios, la búsqueda de algún escritor famoso en algún cementerio extranjero,...) salvo por una cosa, en principio yo no tengo miedo a la muerte, de hecho algunas veces cuando, por ejemplo, hace ese sol que tu mencionas, o después de una jornada especialmente feliz, me digo "que buen día para morirse" No quiero decir que quisiera morirme, sólo que qué día más bonito para hacerlo. Me viene a la memoria ahora mismo la celebración del entierro de un tío de mi padre, yo creo que fue en el 90. Se acababa de quemar la Iglesia de mi pueblo y no había posibilidad de celebrar el entierro dentro del templo. Allí improvisamos en entierro más chulo en el que he estado, en el pequeño campo de la Iglesia, un día de verano, con un sol espléndido. Este hombre cuya vida seguro que se merece una novela no podía tener otro tipo de entierro.

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