viernes, 14 de febrero de 2014

El amor en círculo

Hay gente que no cree en el amor, que es un asunto que no va con ellos, que mejor vivir libres y a su aire. O eso dicen. Como hay gente que no sabe disfrutar de una copa de buen vino, de los cielos anaranjados de finales de septiembre, del olor de los bosques o de la sensación de bañarse desnudo en el mar. Peor para ellos. Yo sí creo en el amor. Siempre he creído. Me gustan los escritores que hablan de amor. Los escritores para los que el amor y el deseo lo son todo (Marguerite Duras), aunque sean excesivos (también me gusta la gente excesiva). Las canciones de amor (y las de desamor, claro). Y las buenas películas de amor, aunque no siempre terminen bien, qué le vamos a hacer. El final de "El apartamento" es uno de mis finales de cine favoritos. Y el de "La ley del deseo", pese a lo trágico, también. Son sólo dos ejemplos. Podría poner cien más. O doscientos. Me gustan las historias de amor homosexual. Y también las otras, las heterosexuales. De las primeras, aparte del amor en sí mismo, me gusta la capacidad de enfrentarse al mundo en tiempos difíciles que conllevan los protagonistas de algunas de ellas, la mayoría. Aún hoy en día en numerosos lugares del mundo. No conviene olvidarlo. Incluso aquí, en este país, pionero en el derecho de los gays a casarse, hay mucha gente que tiene miedo, que no sale del armario, aunque, como yo, crea en el amor.
Como todo el mundo, he sufrido decepciones y desengaños en el amor. Normal. Lo raro sería lo contrario. Pero, como en las decepciones de la propia vida, no quedaba otra que seguir adelante, seguir creyendo en el amor. El amor dura tres años, decía el escritor francés Frédéric Beigbeder. Como título de aquel libro publicado por Anagrama no estaba mal, pero no es cierto. El amor puede durar tres años, tres meses o toda la vida. Ahí está la historia de amor de mis abuelos para corroborarlo. La familia de mi abuelo Tomás, que poseía dinero y tierras, no quería a mi abuela Virginia, pese a su elegancia y distinción, porque no tenía los mismos posibles. Se escaparon, se casaron en secreto en una ermita y aquel amor duró hasta el final. No hasta que ella murió, sino hasta que, cinco años después, lo hizo él. El abuelo, pese a la ausencia de su esposa, mantuvo vivo aquel amor. La recordó todos los días hasta que él mismo, vencido por la pena, dejó este mundo. Los ojos del abuelo, tras la muerte de la abuela, jamás volvieron a ser los mismos. Reflejaban una tristeza difícil de explicar y muchas veces estaban a punto de llorar. No es la única historia de amor así, pero es la más cercana que tengo. La que más veces recuerdo. La que también a mí, si pienso mucho en ella, me vuelve los ojos brumosos. Aquella historia, la de los abuelos, por diversos motivos que algún día escribiré, tiene más de un punto en común con la nuestra. Los círculos del amor. El amor en círculo.
Hace siete años conocí a la persona de la que estoy enamorado. Nadie en aquel local destacaba como él. Tal es su elegancia y su belleza. La que salta a la vista y la otra, la interior, la que no todo el mundo sabe distinguir. Simplemente, le vi.  El amor no dura tres años, Frédéric, lo siento. Este amor, de momento, va por su séptimo año. Yo sí supe distinguir enseguida aquella belleza, la interior, y desde entonces, ahí estamos. Aquí estamos. Disfrutando de cada instante, imaginando la casa donde vamos a pasar el resto de la vida o esa copa que nos tomaremos en un café de Berlín, de Islandia (como el estupendo relato de Sergi Bellver) o de cualquier otro de esos lugares que aún no conocemos. Quiero que la vida sea larga. Y quiero que él esté en ella. Así, hasta el final. Sólo quiero eso.
Con una voz, la suya, es suficiente. Con esa voz, aún atrapada en el sueño, me basta para enfrentarme al mundo, a las cosas menos buenas, a los días en que el mundo se te desploma y sólo quieres volver para la cama, a las cuentas que no cuadran, a los hipócritas, a los que no te ofrecen trabajo, a los que sólo quieren ponerte zancadillas, a los días rojos, como decía Audrey Hepburn, más sofisticada que nunca, en "Desayuno en Tiffany´s". A los días, en definitiva, en los que uno se siente muy perdido en este mundo. Con una voz, la suya, enredada en mis oídos, es suficiente. Esa voz, aún atrapada por el sueño, que nunca me canso de escuchar y que sabría distinguir entre un millón de voces. "La voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas", escribió e. e. cummings (inevitable, recordando este poema, no acordarse de Barbara Hershey y Michael Caine en "Hannah y sus hermanas", en aquella memorable escena). Pero eso él, Íñigo, ya lo sabe. No porque se lo diga hoy, sino porque se lo digo casi todos los días. 

 

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. "Con una voz" y con esos ojos, añadiría yo, con que te mira el hombre que camina a tu lado.
    Yo también creo en el amor.
    Creo en el amor para toda la vida, en el de sólo una noche.
    En el amor fugaz, el clandestino, el prohibido.
    En el de los que tienen miedo, el de los que son valientes, el de los que se atreven.
    En el amor en círculos, en el concéntrico.
    En el de los que lo gritan, el de los que lo comparten, el de los que lo viven en soledad.
    En el platónico, en el que sólo es carnal.
    En el amor que se usa, el que se gasta, el que se regala, el que se recibe.
    En el amor sin fronteras, en el amor valiente, en el generoso.
    Creo en el amor que duele y en el que sana.
    Creo en el amor porque creo en las personas y éstas han nacido para amar, libres sí, pero amadas y amantes.
    Lo mío es todo envidia, pero creo que ahí fuera está la parte que me toca esperando ser reconocida por mis ojos y tomada por mis manos.
    Besos.

    ResponderEliminar