miércoles, 24 de octubre de 2012

Café Ayala

He pasado muchas horas de mi vida en los cafés de esta ciudad. Con mi madre, con mi hermana, con mis amigos (con amigas, mayormente: algunas de ellas, ya desaparecidas de mi vida), con mis parejas, con Íñigo... Charlando, riendo, llorando, leyendo el periódico o el libro que llevaba en la bolsa (seguramente, el último que acababa de comprar o de sacar de la biblioteca del Fontán), espiando las vidas de las personas que estaban en las mesas cercanas o el movimiento de los camareros, contando mis historias, mis penas o alegrías, escuchando las de los demás. Ah, los cafés. En invierno y en verano, en cualquier estación. Sobre todo, sí, en invierno, cuando refugiarse en un café de los fríos del exterior era un aliciente más, un añadido al propio placer de disfrutar de aquel ambiente. Parar el ritmo de la vida, el ajetreo cotidiano, y sentarse, solo o acompañado, en un café. No hay mayor placer que ése. Contemplar la vida que pasa al otro lado de los cristales, la gente que camina apurada o tranquilamente, bajo un paraguas, una ráfaga imposible de viento, los primeros copos de nieve o un tórrido sol. Hay cafés de todo tipo. Antes, ay, había más. Muchos más. En Gijón sí que hay cafés bonitos. Aunque el otro día también descubrimos que habían cerrado algunos. Pienso en todo esto mientras espero que se haga el té que acabo de pedir en el Café Ayala, casi recién inaugurado. Al lado del cine con el mismo nombre (desaparecido, lamentablemente, hace ya unos cuantos años), era un café mítico que llevaba algún tiempo cerrado. Parada obligatoria para aquellas tardes de sesión doble de cine. Tomar un café sentado en una de aquellas butacas de skay rojo, ojeando el Fotogramas o el periódico o el libro recién comprado o sacado de la biblioteca del Fontán, era un momento de respiro antes de la proyección de la película en aquel cine con pantalla enorme y butacas de color amarillo. Las tardes del joven solitario. A veces, si se trataba de la segunda sesión de cine a la que (gustosamente) me enfrentaba en el mismo día (viernes, con toda seguridad), acompañaba el café con un sándwich. No estaban mal aquellos sándwiches. Antes, desde la cabina que estaba situada un poco más arriba, había llamado a mi madre para decirle que no se preocupara, que además de la sesión de las cinco (en otro cine), también iba a la de las siete y media. Los estrenos decentes se agolpaban (sobre todo, según qué fechas del año) y las ganas de ver aquellas películas me impedían reservar aquella segunda proyección para otro día, para el día siguiente. No puedo evitar pensar en todo esto mientras me sirvo el té (ya está hecho) y obervo cómo han conservado el mismo suelo que tenía entonces, muy de los setenta. No queda mal, le da un toque retro, tan de moda ahora. No siempre es el dinero lo más importante para que las cosas queden bonitas, sino esa imaginación que siempre hay que dejar volar. Los sofás de skay rojo han sido sustituidos por otros, confortables y de color salmón, desde los que, al lado de los grandes cristales, veo a la gente pasar. Es una sensación agradable, pese al bullicio que a esas horas (sobre las once de la mañana) hay en el interior del café, gente que va y viene, que toma su café y su pincho o su tostada con rapidez, que saluda fugazmente al de al lado, que intenta coger un periódico, el que sea, siempre ocupado. Una sensación agradable que hayan vuelto a abrir este café y estar allí, recordando todas estas cosas y contemplando la gente que pasa por la calle. Esa gente a la que, en ocasiones, se mira sin ver, como ahora mismo, perdido en todas estos recuerdos del pasado. Las historias que hay detrás de tus propios años. Y que quizá sean el síntoma inequívoco del paso del tiempo. La sensación de que algunas cosas de esta época ya empiezan a dejar de pertenecerte.

1 comentario:

  1. Tremenda frase final:"La sensación de que algunas cosas de esta época ya empiezan a dejar de pertenecerte".Creo que es un mal de nuestro tiempo. Antes las cosas perduraban mucho más y el tiempo transcurría más pausado. Hoy todo es cambio, mutación constante-tanto de las cosas como de las personas-frenesí y prisa endemoniada. Apenas da tiempo a recordar como eran las calles hace dos o cinco años, y los mucho que cambiaron en ese tiempo.No puede haber nostalgia de lo que no se asimila para poder recordarlo o evocarlo en el futuro.¿Quién recuerda las películas de hace tres o cuatro años? Todo empieza a resultar extraño al día siguiente de disfrutarlo como novedoso.

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