miércoles, 21 de noviembre de 2012

Viaje en tren

El sonido del tren, al arrancar, me remite a otros viajes, más o menos lejanos, y me reconforta. En la bolsa, como siempre, llevo libros y cuadernos, pero no quiero leer ni escribir nada. Sólo mirar el paisaje, pensar en mis cosas, dejarme llevar por los pensamientos y la imaginación, evadirme. El día es gris, muy gris, sin apenas luz, como si la noche no quisiera desaparecer del todo y aguardase fundirse de un momento a otro en la noche siguiente. La sensación de que la lluvia hará en breve su aparición es constante. No importa. El tren va dejando a su paso árboles con hojas amarillas y marrones, árboles ya sin hojas, cuyas ramas, de cuando en cuando, en lentos y silenciosos movimientos, agita el viento. "El silencio puede ser más punzante que las palabras", escribió Montserrat Roig en una de sus últimas crónicas. Pienso en ella, en Montserrat, que nos dejó un día de noviembre de hace veintiún años, dejando una importante obra que hoy, lamentablemente, más allá de bibliotecas o librerías de viejo, es muy difícil encontrar. El mundo literario está lleno de injusticias así. De punzantes silencios. Las mesas de las novedades se llenan de basura y libros importantes se quedan en el más absoluto de los olvidos, sin que nadie haga nada por evitarlo. Enfrente de mí, una mujer cruza su mirada con la mía. Lleva unos auriculares en los oídos (¿qué estará escuchando?), el plumas abrochado hasta el cuello y la cabeza, con falta urgente de tinte, de dos colores. De tres, para ser exactos: rubio, moreno y canoso. Tiene cara de sueño, de malas pulgas y unas irrefrenables ganas de fumar. Hay personas a las que se les adivina enseguida ese pensamiento. Sobre todo, en los viajes, por cortos que sean los trayectos. Sé que ella está pensando en eso, en fumar. Y cuando me encuentro a alguien así, con ese ansia por el tabaco, sea la hora que sea, me apetece encender un cigarrillo, aunque yo por las mañanas casi nunca fume. Vuelvo al paisaje que se puede ver a través de la ventanilla. El humo que sale de las chimeneas de algunas casas; algunos hombres, muy abrigados, trabajando la tierra, cubriendo algunos tramos con grandes plásticos; perros que ladran, dejando el vaho que sale de sus bocas suspendido en el aire durante un buen rato. No sé muy bien los motivos (o quizá sí), pero tengo la sensación de que en estos días iremos dejando atrás algunas etapas. Vivimos en la incertidumbre de un tiempo que se agota. Y eso siempre provoca un estrés que va más allá de lo recomendable. Es lo que traen consigo estos tiempos. Pero no voy a pensar en eso. Ni en esas traiciones cercanas que vinieron de quien menos nos esperábamos (qué pena). No, no puedo pensar en eso esta mañana. El dolor, a veces, hay que dejarlo a un lado para seguir el camino. Tu propio camino. Ni quiero volver a encontrar mi mirada con la de la mujer que va enfrente de mí porque sé que su ansia por el tabaco acabará poniéndome tan nervioso como a ella. Quiero cerrar los ojos, adormecerme aunque sólo sea por unos minutos. Y cuando llegue a mi destino, bajar del tren, caminar entre gente desconocida, sentir el olor del mar, el rugido de las olas embravecidas por el temporal, las gruesas gotas de lluvia que caerán y que luego, casi de inmediato, dejarán de hacerlo. Encender -acaso- un cigarrillo y que el frío me haga sentir que estoy vivo. Que aún lo estoy. 

3 comentarios:

  1. No sé. Me gustaría acompañarte en silencio en este viaje en tren.Ni mencionar la pena...

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  2. A mi también el frío me hace sentir viva, qué cosas, ¿verdad?

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  3. Aunque la pena a veces viaja con nosotros en el mismo compartimento, sería fundamental separar de cuando en cuando nuestos caminos.

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