martes, 27 de julio de 2010

La tía Fina

La tía Fina tenía unas tazas de color marrón que ella misma había hecho en la fábrica de loza de San Claudio, donde trabajaba. Nos encantaban, a mi hermana y a mí, de pequeños, aquellas tazas grandes, casi tazones, merendar en ellas el chocolate espeso que ella, la tía Fina, espléndida cocinera, nos preparaba cuando íbamos a visitarla con nuestros padres, acompañándolo de unas deliciosas casadiellas, vacías o rellenas de nuez o de dulce de membrillo, que amasaba con sus pequeñas manos y freía en menos de veinte minutos. Eran, las casadiellas, su especialidad dentro de los postres, junto a aquel arroz con leche que cocía a fuego lento durante horas en la cocina de carbón y que posteriormente requemaba con el gancho de la propia cocina. ¡Cómo nos fascinaba contemplar cómo se iba tostando el azúcar al calor de aquel hierro!
La tía Fina estaba soltera y vivía sola en una casa rodeada de árboles y plantas, todo muy bien cuidado por ella misma en sus ratos libres, los domingos principalmente, sus días de descanso. Nunca se casó, según sus propias palabras, porque no quiso, aunque en realidad sí había querido con un chico del pueblo, el único que no le hizo el más mínimo caso. Sí tuvo unas cuantas proposiciones, pero las rechazó todas. Tema zanjado, decía ya casi enfadada.
La tía Fina era inquieta, menuda y le gustaba mucho el sol, la playa y viajar, algo que, ya jubilada, no pudo hacer, como llevaba planeando toda la vida, por sus problemas reumáticos en una rodilla. Era la menor de siete hermanos: cinco hombre y dos mujeres. Dos de sus hermanos se quedaron viudos muy jóvenes, con niños muy pequeños, entre ellos mi padre, su sobrino. Ella los crió y los sacó adelante a todos. Todos la querían como a una madre, la madre que perdieron demasiado pronto.
Cuando los niños se fueron haciendo mayores, empezó a trabajar en la fábrica de loza. Le gustaba su trabajo. Fue una de las primeras mujeres del pueblo en trabajar fuera de casa. Sólo había una cosa que no le agradaba nada de aquel trabajo: tener que bajar sola desde su casa hasta la estación de trenes antes de que amaneciese, ya fuese invierno o verano. Era un trayecto de apenas diez minutos, pero siempre, hasta jubilarse, tuvo miedo. La tía Fina era muy miedosa, sí. Aquellos diez minutos se le hacían eternos. ¿Qué pasaría por su cabeza en ese breve intervalo de tiempo que se le hacía eterno? ¿Qué temores la acecharían? Era en esos momentos, según confesaba aquellas tardes de domingo, cuando más echaba de menos a un compañero.
Murió sola, en un asilo de ancianos, llamando a voces a ese compañero que nunca tuvo y pidiéndole a cualquiera que entrara en su habitación aquellos caramelos de toffe -sus favoritos- que nos regalaba por entonces a escondidas, entremezclados con un billete de cien, de quinientas o de mil pesetas.

3 comentarios:

  1. Me ha emocionado mucho y me ha devuelto a la infancia por unos momentos.
    Muchas gracias Ovidio.
    lg.

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  2. has conseguido transportarme años atrás y disfrutar inmensamente en el viaje y en la lectura,gracias, n

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  3. Las casadiellas de Fina sin relleno y con café.
    Gracias Ovidio por evocarla.

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