martes, 20 de julio de 2010

Con Elvira Lindo en NY

Nos encontramos en la Avenida Columbus, en uno de sus restaurantes preferidos. Era un mediodía de sábado soleado, caluroso, tranquilo. Uno de esos días de mayo en los que la mayoría de la gente parece relajada, dispuesta a disfrutar del buen tiempo, de las horas de ocio. Los niños jugando en los parques y los padres, sentados en las terrazas cercanas, charlando animadamente con los amigos, saboreando esas cervezas bien grandes y bien frías, con los abultados periódicos a un lado y las bolsas con algunos libros de segunda mano recién comprados en los mercadillos callejeros que se sitúan en esa misma acera. Ahí, en esa zona del Upper West, todo resulta más sosegado. La vida tiene un paso menos acelerado, menos estresante, menos bullicioso. La gente, allí, lleva una existencia más familiar, más de barrio, por decirlo de una manera sencilla. Se puede detener tranquilamente en medio de la acera, después de comprar un crujiente pan o unos de esos bollos recién hechos que luego se rellenan de esponjoso queso blanco, para hablar con una amiga, con una vecina o con un viejo conocido: algo que en otras partes de la ciudad resultaría del todo impensable. Pero Nueva York, ciudad de numerosas caras y maravillosos contrastes, es así. La noche anterior habíamos estado en Studio 54, la mítica discoteca convertida de nuevo en teatro, y la emoción aún nos embargaba, más por estar dentro de aquellas añejas paredes que guardan tantos secretos lujuriosos y tantas leyendas desenfrenadas y excesivas de algunos de nuestros personajes favoritos que por el musical -Sondheim on Sondheim- en sí mismo. (Las canciones de Stephen Sondheim son buenas, muy buenas en algunos casos, pero sin una voz verdaderamente genial, como sucede aquí, quedan un tanto ñoñas y descafeinadas). Llegamos, no vamos a negarlo, un poco nerviosos. No todos los días queda uno para comer con una de las mejores plumas de este país, con una de las voces que, en sus artículos, muestra más moderación, sensatez y reflexión, en estos tiempos de tanto y tan desagradable alboroto, de abundante pérdida de papeles de un lado y del otro. No abandonar nunca la calma ni la educación, digan lo que digan los demás, se ponga el patio como se ponga: ésa es la lección más importante que uno aprende leyendo y siendo amigo de Elvira Lindo. Y no es mala lección, desde luego. Llegamos diez minutos antes de lo acordado. El restaurante es uno de esos sitios donde, después de tantas películas como uno ha visto ya, te imaginas a las parejas de las películas de Woody Allen charlando animadamente al calor del vino antes de que salte la chispa y surjan, de una manera u otra, los conflictos. Esos conflictos que tanto juego dan en las películas del cineasta neoyorquino y que tanta pereza producen en la vida real. La esperamos en la barra, tomando una copa. El aire cálido de la calle y el alegre griterío de los más pequeños entraban por los grandes ventanales que teníamos a nuestras espaldas. A la hora señalada, con puntualidad exquisita, llegó la escritora. Y allí estaba ella, sí, Elvira Lindo, con su encantador sombrero y sus gafas negras en la mano y su mejor sonrisa en los labios, pero también estaban -de pronto los vi- todos aquellos momentos maravillosos que aquella mujer me había hecho pasar a lo largo de mi vida. Sus divertidas intervenciones en la radio, sus numerosos artículos (esos artículos, reflejos de buena observadora, de persona comprometida, que se dividen en dos: los políticos y sociales, y los que tratan temas más personales, el devenir cotidiano de una mujer que escribe y que se interesa por -casi- todo, ese detalle que queda magistralmente atrapado entre sus líneas) sus puntuales aportaciones a su potente página web, sus espléndidas novelas, esas breves apariciones en algunas películas donde juega a ser la cómica cuya alma ya posee. Todos aquellos inolvidables momentos se aparecieron allí, al mismo tiempo que ella, Elvira Lindo, la creadora de tantas historias, de tantos personajes, la escritora, una de nuestras favoritas. La mayoría de las fotografías no hacen justicia a Elvira. No es un tópico. Es así: resulta mucho más guapa y atractiva al natural. No somos los primeros en decírselo. Ahí, cara a cara, durante la comida, pudimos comprobarlo. Hablando de esto y de lo otro. De literatura, de la vida, de los musicales, de los viajes, del teatro, del campo, de las ciudades, de muchas ciudades. De Nueva York, claro. Y también de Asturias, del norte del país. Otra de sus virtudes es esa, precisamente: la capacidad que tiene de hacerte sentirte bien a su lado desde el primer momento, nada de tiranteces ni absurdos tiempos muertos, como si fuésemos tres amigos de toda la vida que hacía tiempo que no se veían. Esa cualidad, que no todo el mundo posee, es, a mi modo de ver, junto a la risa, a la capacidad de reírse (reírse de todo, empezando por uno mismo, claro está), una de las más valiosas que el ser humano puede tener.Hablamos de su novela, "Lo que me queda por vivir", que se publicará en septiembre. Está entusiasmada con ella, con la historia de una madre y su hijo en el Madrid de principios de los años ochenta. Dice que los pocos que ya la leyeron se quedaron sobrecogidos, fuertemente impactados tras su lectura. No esperamos menos, le digo. "Una palabra tuya", cinco años atrás, ya nos había conmovido profundamente. También se muestra nerviosa, expectante, como todo creador, por la reacción del público. Ese público que la seguimos fielmente, haga lo que haga, escriba donde escriba, toque el género que toque. Todo saldrá bien, ya lo verás, sentencio antes de proponer el brindis. No es hueca palabrería. Lo digo totalmente en serio porque así, aún sin leerla, lo pienso. Y por ella, por la nueva novela, alzamos las copas de aquel exquisito vino californiano. Al terminar la comida, echamos de menos una tertulia de las habituales en nuestro país, ese cigarrillo que, entre charla y charla, da lugar a fumarte la cajetilla casi entera, ese último vino que acompaña al café que da paso a descorchar otra botella, mientras la tarde va cayendo al otro lado de la ventana y se enreda con la noche. Pero estamos en América y los camareros ya miran la hora del reloj mientras recogen las últimas mesas (somos los únicos que quedamos en el local). Así que nos levantamos y nos vamos. Caminamos por las calles, nos detenemos ante los vistosos escaparates (a Elvira, como a nosotros, le llama todo la atención: tengo la sensación de que no ha perdido la ilusión por nada, y eso siempre resulta algo estupendo) y nos despedimos unas calles más abajo con la esperanza de volver a vernos pronto, con la satisfacción del buen rato que pasamos, con el deseo de que todo vaya bien en nuestras respectivas vidas. Gracias, Elvira.

2 comentarios:

  1. Siempre me he creido ser una persona sencilla,luchadora por sus sueños,no suelo tener envidia,seria injusto en esta vida he conseguido casi todo lo q me he propuesto,pero mentiria si dijera q no siento cierta envidia,eso si sana,esa envidia q se siente cuando ves,en este caso lees,como un encuentro entre personas,puede ser la cosa mas maravillosa,en mi NY y con Elvira,esa fusion no puede ser menos,saludos,luis

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  2. Gracias, Ovi, por un perfil tan emotivo. ¿Cómo puedo devolverte lo que escribes sobre mí? Con cariño.
    besos,
    e.

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