miércoles, 30 de junio de 2010

Diane Arbus

Cuando vi sus fotografías, en el MOMA de Nueva York, quedé brutalmente impresionado. Conocía pasajes de su historia personal, había visto alguna de sus fotografías más famosas, pero contemplarlas allí, en mi primera visita a la ciudad, a tan escasa distancia de mis ojos, me provocó un fuerte impacto. Quizá sólo comparable al que, años atrás, me había causado la visión de El Guernica de Picasso, en el Reina Sofía de Madrid. Fue una visión de esas que conmocionan, que te cambian la mañana, el modo de ver las cosas, de acercarte a ellas, de entenderlas. Travestis, enanos, gigantes, desarraigados, macarras, drogadictos, niños desvalidos, enfermos mentales, mujeres solas, viejas, desnudas, desahuciadas...: ése es el terrible y fascinante universo de Diane Arbus, tan próximo al circo, al cabaret raído, al underground más absoluto. Me atraen muy especialmente esas mujeres, cigarrillo siempre en mano y pintarrajeadas hasta el exceso, que quieren conservar una posición o un glamour que ya hace tiempo que se marchitó definitivamente. A veces, ríen a la cámara como si estuvieran locas (quizá lo estén) o su mirada (ojos perdidos entre cientos de arrugas, poderosas como antiguas cicatrices, que ni las gruesas capas de maquillaje logran ocultar) se pierde en un punto lejano, rememorando quizá aquellos tiempos de gloria -donde los abrigos de ajadas pieles y los sombreros que ahora llevan aún eran nuevos, y los tintes baratos aún no habían machacado por completo la naturalidad de sus espesos cabellos- que se resisten a perder. Esas mujeres de Diane Arbus van más allá de las mujeres de Edward Hopper. La melancolía del pintor se vuelve destrucción en los retratos de la fotógrafa. La sosegada soledad de uno, es rabiosa desesperación en la otra. Cuando uno susurra el miedo, la otra chilla con todas las fuerzas posibles. Si en él aún existe la esperanza de una puerta que se puede abrir, en ella el portazo es sonoro, contundente, definitivo. La misma América, pero varios puntos más oscura, más lejana, más loca, más salvaje, más perdida. La América derrotada, carcomida, rota, deformada por la propia realidad y sus miserias.
Ese mismo año, por mi cumpleaños, Iñigo me regaló el catálogo con sus fotografías completas. Desde entonces, como un preciado tesoro, está en el mueble de la entrada, junto a un libro de luminosas fotografías de los musicales más destacados de la historia de Broadway (con la Liza más exagerada, la de "Cabaret", en la portada), otra joya que encontramos un domingo por seis euros en uno de los mercadillos de El Fontán. Ver ambos libros ahí, juntos, produce un contraste absoluto. Uno de esos contrastes que tanto nos gustan y que tan bien reflejan la realidad de la vida, su complejidad, su misterio. A veces, cuando el insomnio acecha, lo abro y vuelvo a sentir el mismo escalofrío helado que sentí aquella cálida mañana de septiembre en Nueva York. Los miedos, sí, se agudizan ante esos espejos en los que el vértigo se convierte en el principal aliado.

1 comentario:

  1. Impresionante tu relato, Ovidio. Maravilloso!
    Gracias a tus palabras, es como si hubiera estado presente en esa exposición de nuestra querida Diane...
    Un abrazo enorme.

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