miércoles, 9 de junio de 2010

Regreso

Viajar es estupendo, qué duda cabe. Recorrer ciudades desconocidas, acostumbrarse al ritmo, a los horarios, a las costumbres y al idioma de esos lugares. Caminar durante horas contemplándolo todo, para tratar de que no se te escape ningún detalle. Coger un transporte público para observar las caras, atisbar conversaciones ajenas, escuchar las músicas que las demás personas van escuchando, hojear el periódico que se despliega a tu lado, ese libro que desconocías, esa revista que tanto se parece a las de tu país aunque los personajes que la habitan te resulten totalmente desconocidos. O, simplemente, sentarte en la terraza de un café o en un banco de la calle para ver a la gente pasar, para observar sus movimientos, sus andares, sus ropas, sus reacciones, sus actitudes. Todos tan diferentes y todos tan iguales en cualquier parte del mundo. Buscando lo mismo, anhelando lo mismo, cada cual con sus particularidades. Sufriendo y riendo por cosas muy parecidas. Madres riñendo a sus hijos por cruzar la calle con el semáforo en rojo, ancianos protestando por cualquier tontería, gente cansada y gente ilusionada. Descubrir, tambien, cómo, dentro de un mismo país, el latido de dos ciudades puede ser tan distinto. En esos contrastes y en esos pequeños detalles están las partes más enriquecedoras de los viajes. Sin embargo, cuando llevas muchos días fuera de tu casa, aparecen las ganas de regresar. El cansancio de dormir en los hoteles, de estar todo el día en la calle, de comer en restaurantes, va haciendo -inevitablemente- su aparicion. Y es cuando la idea del regreso se va volviendo cada vez más dulce. En el avión de vuelta, medio adormecido, recordando muchos de los momentos vividos, inolvidables en su mayoría, vas pensando en eso, en tu rutina: dormir en tu propia cama, levantarte temprano, escribir disciplinadamente, pasear por las calles de siempre, trabajar, descansar, manosear tus libros, cocinar en tu cocina, tomar un vino en el bar de siempre, reencontrarte con los tuyos. Y a las dos semanas, ir pensando ya en la idea de un nuevo viaje, en las múltiples posibilidades que el planeta te ofrece (no así la economía, ay), en todos esos sitios maravillosos que están ahí, esperándote, y que, dentro de unos años, por esas cosas de la edad, ya no serán -me imagino- tan apetecibles. Supongo que en eso consiste el hecho de estar vivo.

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