Pocas noches hay más mágicas que la de noche San Juan, la más corta del año. Los primeros calores auténticos, la humedad, las hogueras que se elevan, poderosas y radiantes, hacia el cielo estrellado pasada ya la medianoche. Recuerdo muchas de esas noches. Noches donde se celebra la amistad, la complicidad, el hecho de estar vivos, aquí y ahora. Atrás quedan las fatigas, el estrés, los malos momentos. Todos ellos, en forma de mensaje secreto, arderán en la hoguera. Qué bella tradición. Hasta romántica, si me apuran, puede ser. ¡Cuántos nombres de amores imposibles, de amores que se fueron físicamente pero perduran en el recuerdo de muchas personas, ardiendo a la vez! Todos escribiendo en un papelito arrugado los rollos que nos agobian, los problemas de cualquier índole que nos atosigan, esas cosas que nos preocupan, que nos desvelan, que nos enturbian la serenidad, la paciencia, el espíritu. Y tirándolos al fuego -a ese fuego sobre el que algunos, los más atrevidos o los más borrachos, se lanzarán más tarde con los pies desnudos- ilusionados como los niños que esperan la llegada de los Reyes Magos a principios de enero. En el fondo, así pasen muchos años, algo de inocencia sigue con nosotros. No todo está tan mal. No todo está perdido, por tanto.
Pienso en una noche de ésas. Tenía planeado salir con un amigo que, por esas cosas de las parejas que no funcionan y se rompen, no pudo salir en el último momento. No me importó. Aquella noche, delante de la hoguera y en cada uno de los bares que visité, conocí a muchas personas diferentes: con sus problemas, claro, pero alegres, muy alegres, porque aquella noche no tenían pensado acordarse de ellos ni por un instante. Han pasado diez años de aquella noche. Muchas cosas han cambiado y otras, simplemente, se han difuminado o han desaparecido definitivamente. Pero ese recuerdo -vivísimo- sigue ahí. Qué habrá sido de toda aquella gente, de sus risas, de la felicidad aupada en el vino y en el fuego. La vida, sí: qué hermosa y qué extraña. A veces, aunque a ratos nos parezca imposible, la luminosidad puede vencer a la tiniebla.
Pienso en una noche de ésas. Tenía planeado salir con un amigo que, por esas cosas de las parejas que no funcionan y se rompen, no pudo salir en el último momento. No me importó. Aquella noche, delante de la hoguera y en cada uno de los bares que visité, conocí a muchas personas diferentes: con sus problemas, claro, pero alegres, muy alegres, porque aquella noche no tenían pensado acordarse de ellos ni por un instante. Han pasado diez años de aquella noche. Muchas cosas han cambiado y otras, simplemente, se han difuminado o han desaparecido definitivamente. Pero ese recuerdo -vivísimo- sigue ahí. Qué habrá sido de toda aquella gente, de sus risas, de la felicidad aupada en el vino y en el fuego. La vida, sí: qué hermosa y qué extraña. A veces, aunque a ratos nos parezca imposible, la luminosidad puede vencer a la tiniebla.
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