Noviembre es un mes extraño, tirando a triste. Treinta días que sirven de puente entre los últimos coletazos del buen tiempo y el empeño prefabricado y excesivo de la Navidad. La Navidad es la infancia y todo lo que viene después es una cansina repetición, una huida hacia ese ocho de enero que antes era la vuelta al cole y ahora es necesario descanso. Noviembre, digo, es un mes tirando a triste. O quizá a melancólico, que no es exactamente lo mismo. Melancólico se vuelve, sobre todo, a esa hora temprana en la que ya empieza a oscurecer. Voces lejanas que se van apagando poco a poco. Los ladridos de algunos perros que se encuentran. Las sirenas de los coches de la policía, cuyo eco comenzó a hacerse más evidente desde marzo del año pasado. Las luces de las cocinas del edificio de enfrente se encienden y no es difícil imaginar los movimientos de cada uno de los miembros de la familia. Una mujer retira la ropa del tendal porque ya está seca o porque teme que se ponga a llover de un momento a otro. Habla con otra mujer, pero, a pesar de hacerlo en voz alta, ensimismado en lo mío, no consigo descifrar sus palabras. Ahí estamos nosotros, a esa hora, cada uno a sus tareas, antes de juntarnos para la cena. El reloj marca un tictac que es el tictac de todos los relojes anteriores. Avanzan las agujas y, en la incertidumbre de su destino, la balanza es incapaz de equilibrar miedo y esperanza. Todas las incógnitas habitan en ese imposible equilibrio. Ya se irán despejando a su modo, para qué hacerse mayores planteamientos. Ahí estamos, haciéndonos viejos y venciendo obstáculos que siempre proceden del exterior, todo ese lío.
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