jueves, 9 de agosto de 2018

El derecho a decidir

Sé que hay que intentar ser optimistas y pensar que la próxima vez ganará la justicia. Los principios que deberían de regir esta circunstancia: la libertad -no la obligación: porque el aborto tiene que ser un derecho, no es una obligación, que parece mentira que haya que recalcar estos términos una y otra vez- de cada mujer para decidir. Pero cuesta, ¡vaya si cuesta! Cuesta porque el hartazgo ya es muy grande, y la iglesia mira desde lo alto con su soberbia y entrometimientos habituales. Y siempre estamos a vueltas con lo mismo: las que tienen dinero abortarán libremente donde les dé la gana y las demás tendrán que joderse y tirar hacia delante como mejor puedan, y, lo que es aún más salvaje todavía (lo que es intolerable, habría que decir, a estas alturas de la película), arriesgar sus vidas en lugares de mala muerte y abortos clandestinos. Y eso sí que es una película antigua. Mala y antigua. 
Hay que ser optimistas, sí. Y supongo que mañana lo seremos. Pero hoy cuesta, y mucho, tratar de serlo, de intentarlo al menos, rodeados de tanta ignorancia, intolerancia y oscurantismo. Lo único positivo de la tristeza es que tiende una red entre todos los pensamientos que apuntan hacia el mismo lado, el lado de la decencia y su cabal posicionamiento. 

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