sábado, 26 de septiembre de 2015

Está pasando

Estoy en una librería de segunda mano. Es viernes y son casi las ocho de la tarde. Hay muchos títulos interesantes, bien conservados y a buen precio. Llevo un rato ahí, hojeando, decidiendo qué libros me voy a llevar y cuáles tengo que dejar. El librero está a sus cosas, silencioso. De repente, un padre joven (bastante más joven que yo), atractivo, vestido con ropa informal y cara, entra en la librería con sus tres hijos. Los dos mayores (niño y niña) tendrán ocho o nueve años y el pequeño, subido a los hombros de su altísimo padre, dos o tres. Los mayores se dirigen de inmediato a la sección infantil y juvenil. Se ve que ya la conocen, que ya han estado más veces en esa librería. Hablan entre ellos y disfrutan descubriendo nuevos títulos. Me reconozco de inmediato en esos niños. Yo también era así a su edad. Las librerías empezaron a ser muy pronto una especie de paraíso. El padre apura a la niña: venga, venga, pregúntale al señor por el libro que necesitas para el colegio. La niña dice el título. El librero niega con la cabeza y la niña continúa hojeando los libros de la sección. Tanto ella como su hermano disfrutan con ello. El padre les dice que dejen eso: venga, venga, que hay que ya es tarde, que ya es hora de irse para casa, bañarse y preparar la cena. Los niños protestan: quieren seguir allí, hojeando libros, leyendo las primeras páginas de esos libros que aún no tienen. La niña dice con voz melosa: Papá... Y el padre la interrumpe, sabiendo lo que la niña le va a pedir: un libro. No, dice tajante. Vámonos ya, exclama con seriedad. La niña y su hermano protestan, se enfurruñan. El padre ya está en la calle. Los niños salen de la librería: enfadados, medio llorosos, desencantados. Su único deseo era estar un rato más allí, en la librería, descubriendo libros.
El librero y yo nos miramos. Creo que los dos pensamos lo mismo: ¡Con la cantidad de padres que tienen que forzar a sus hijos en la lectura! Aún recuerdo las historias de muchas madres desesperadas que venían por las librerías en las que trabajé y que no sabían ya qué hacer para que sus hijos cogiesen un libro. El librero y yo no pronunciamos ni una palabra porque hay expresiones que ya lo dicen todo. Tengo la sensación de que no se trata de otra batalla perdida, sino de que, entre unas cosas y otras, estamos empezando a perder la guerra.

1 comentario:

  1. La guerra la perdimos en el momento en que para el cumpleaños del niño/a en vez de un libro le regalamos una play station.
    Abrazo.

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