miércoles, 11 de febrero de 2015

Mujeres que cocinan

Casa Puyo, el restaurante ubicado en Trubia, a orillas del Nalón, recibió ayer de manos del alcalde un premio a su labor. Sesenta años entre fogones. Mis recuerdos van más allá de los deliciosos sabores tradicionales que elaboran. La mayoría de los domingos de mi infancia y adolescencia forman parte de ese escenario. A veces, pocas, con mis tíos y prima, que vivían justo al lado. Comer fuera suponía toda una fiesta. Comer fuera suponía hacerlo allí, en Casa Puyo. Un restaurante organizado por mujeres. Las mujeres de esa familia. Las hermanas, las sobrinas, las hijas. Todas colaboraban. Siempre estaban de buen humor. O guardaban las penas, que las tenían evidentemente, para los momentos de soledad. Reían, hablaban muy alto, se pisaban las palabras, teatralizaban, se alegraban de verte. Muy pronto pensé que allí había una historia por escribir. Todas aquellas mujeres, en aquel caserón al lado del río, preparando comidas. Cada una de ellas, como siempre, con una vida detrás. No es plan de contar aquí sus vidas, pero hay mucha miga detrás de cada una de ellas. Mujeres fuertes que lucharon y trabajaron duro, y salieron adelante en unos tiempos difíciles. Mujeres que se hicieron respetar con su fabuloso trabajo. Que supieron crear un nombre y mantenerlo.
La cocina era lo mejor. Cuando llegábamos, antes de pasar al comedor, nos acercábamos allí para saludar a Carmina, una de las hermanas, la que cocinaba (hoy ya desaparecida), con un aire a la actriz Emma Penella, la hermana mayor de mi admirada Terele Pávez. Nunca estaba sola. Las otras entraban y salían con platos, manteles, cubiertos, botellas, bandejas llenas y bandejas vacías, cestas de pan, copas, floreros... Nos daban sonoros besos en las mejillas a mi hermana y a mí, nos decían lo rápido que estábamos creciendo, lo mucho que mi hermana se parecía a su abuela paterna, nos preguntaban por lo estudios. A mí me gustaba verlas así, en movimiento. Siempre en movimiento. Soltando carcajadas o diciendo picardías que, en aquellos años, ya empezaba a intuir. Friendo croquetas y patatas y cachopos del tamaño de aquellas fuentes con las que iban de un lado a otro, echando el caldo al arroz, removiendo las fabes con almejas, moviendo la tartera de las albóndigas de bacalao y de la carne guisada... Todos aquellos olores se entremezclaban. Sabía que después de la comida, tendría uno de mis postres favoritos, un helado con tres o cuatro bolas de vainilla, caramelo y numerosos barquillos. El postre nunca fallaba. Antes tenía que terminar toda la comida del plato. Ésa era la condición. Aquel helado merecía cualquier esfuerzo. ¿Puedo tomar dos helados? Mi madre negaba con la cabeza, dulcemente. Sólo hoy. No.
Me alegra mucho ese premio que están mujeres han recibido de manos del alcalde. Pocos más merecidos. Me recuerda a un tiempo que, como tantos otros, ya no existe, pero que sigue siendo mío. Las risas de aquellas mujeres, el olor que procedía de la cocina, la exquisitez de aquellos platos, las fantasías sobre las vidas que se adivinaban detrás de cada una de ellas... Y aquel hombre, el marido de una de las hermanas, en la barra del bar, dándonos caramelos, piruletas, muy serio, eso sí, concentrado en su copa en vaso de tubo y en el partido de fútbol que daban por la tele (siempre hay un partido de fútbol en la tele, no importa qué hora sea ni de qué tiempo estemos hablando). Sí, todo eso está muy presente en mi memoria. En el recuerdo de aquellos lejanísimos domingos. Un día de estos tendremos que volver.   

1 comentario:

  1. Como nieta de Carmina me alegra y enorgullece que guardes tan buenos y gratos recuerdos de mi familia. Gracias por tus palabras.

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