miércoles, 25 de febrero de 2015

Un invierno demasiado largo

La mujer está sentada en un banco, enfrente de un supermercado, aprovechando los rayos de un sol que apenas calienta. Demasiado largo se está haciendo este invierno ya. Tiene el pelo rojo y enmarañado, la cara ancha y coloradota, las piernas largas y los pies grandes. Cuando alguien pasa por su lado (yo mismo), extiende la mano y murmura algo sobre una moneda. Habla con cierta torpeza, como si no fuese de aquí. O como si la lengua, cansada de repetir siempre lo mismo, se le trabase. No dice nada si, al extender la mano en busca de una moneda, nadie le da lo que reclama. Su sonrisa permanece intacta. No se le borra en ningún momento de la boca. Como si fuese la sonrisa de una de esas muñecas que se van arrinconando en los desvanes de las casas antiguas o en los puestos de los mercadillos. Una sonrisa que da un poco de miedo y un poco de pena. Como la sonrisa dulce de los locos y los desarraigados. O la de las muñecas abandonadas. A veces, como una de estas mañanas en las que me cruzo con ella, está fumando. Extiende el brazo hacia un lado y sostiene un cigarrillo entre los dedos que va chupando lentamente. Lo hace con una elegancia que no corresponde con su físico ni con su ropa (camisa de cuadros, pichi vaquero, playeros) ni con el resto de sus modales, un poco atropellados. No es una mujer elegante ni glamurosa. De hecho, parece que acabase de estar trabajando en un huerto o en un jardín antes de sentarse en ese banco enfrente de un supermercado donde se sienta casi todas las mañanas. La mano áspera que tiende a quien pasa junto a ella (yo mismo), lo puede corroborar. Pero ese gesto, el de sostener el cigarrillo y llevárselo a la boca, sí lo es. Fuma pausadamente, disfrutando de cada calada, como si fuese consciente de que pasará un buen rato hasta que pueda conseguir otro cigarrillo que llevarse a los labios. No están los tiempos para regalar cigarrillos. Eso también parece saberlo.
Voy pensando en ella, en esa mujer, y en aquella otra que se sentaba en otro banco, cerca de la casa de mis padres, y reclamaba constantemente cigarrillos. Jose (llamaba a todos los hombres del mismo modo), dame un cigarrín, decía. Aunque a aquella mujer (hace siglos que no la veo), se le borraba la sonrisa de inmediato cuando no le dabas el cigarro que pedía. Incluso maldecía por lo bajo, seriamente enfadada. Voy pensando en ellas, digo, cuando de repente la veo. Está en el escaparate de una tienda de empeño. Un juego de café de la Cartuja. Doce tazas. Detrás, otras doce más grandes y el resto de la vajilla. ¿A quién habrá pertenecido? ¿Por qué se habrán deshecho de ella? Me temo que la segunda pregunta tiene una respuesta más fácil. Me imagino a la dueña de esa vajilla -¿una abuela?- camino de la casa de empeño, necesitada de dinero, pensando en todos los recuerdos que se acumulan ante algo así. Me la imagino y pienso que ahí, detrás de esa vajilla que espera comprador en un escaparate, hay una historia para un cuento.   
Sigo caminando, el sol ya ha desaparecido hace un buen rato y la lluvia vuelve a ser una amenaza. Me apetece tomar un café. Está siendo un paseo (como el propio invierno) demasiado largo. En las televisiones de todos los bares, el presidente del gobierno dice que ya hemos dejado atrás la pesadilla. Qué pereza. Abandono la idea del café. Y sigo caminando, dándole vueltas a la historia para ese cuento, ajeno a la lluvia y a casi todo lo demás.

1 comentario:

  1. Esta misma reflexión me la hice yo ayer. Hay un hombre de pantalones granates que a medida que avanza este puto invierno va encogiéndose. Tiene una entrada de blog, probablemente se la merezca. Lo veo cada mañana cuando salgo con Lola a las 7.00 de la mañana, ha dejado su cama del cajero recogida y todo su ajuar doméstico en un bulto en el portal de uno de los muchos negocios que han abierto y cerrado a lo largo de estos últimos años. Lo vuelvo a ver por la noche cuando nosotras volvemos a salir. Ayer a las 22.00. Esta mierda de tiempo con estos cambios de temperatura: ayer noche un frío tremendo y hoy 8 grados. Cada vez que lo veo siento como una bofetada (ya estoy llorando, por eso no quería escribir acerca de él) Pienso en los dados, en la ruleta, en la mano de cartas y no tengo claro de merecer ver la cara bonita de la luna, estar en la acera de la abundancia, tener la vida que tengo. Ayyyy, cuando veo a este hombre me cuestiono todo, TODO y no sólo la mierda de políticos que nos han tocado.

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