jueves, 20 de febrero de 2014

Mi madre y la Duras

He hablado muchas veces en este espacio de Marguerite Duras y muchas otras de mi madre, pero nunca le había hablado a mi madre de ella, de Marguerite Duras. Pienso que hoy puede ser un día tan apropiado como cualquier otro. Hace sol, parece que la primavera se ha adelantado pero sólo es un espejismo: los dos sabemos que dentro de unas horas ya no habrá sol ni cielos despejados. Que el invierno seguirá amenazando con sus brumas y sus tardes heladas y sus incertidumbres. Pero eso vendrá después, mucho más tarde. Aún es por la mañana y estamos sentados en un banco del parque, después del paseo habitual, tan necesario para los huesos de mi madre, para su enfermedad crónica, que va y viene, que nunca se irá. En mi bolsa llevo uno de los pocos libros que me quedaban de la escritora en la casa de mis padres. Antes del paseo, he subido a casa y lo he recuperado. "Los espacios de Marguerite Duras". Unos día atrás, no sé muy bien los motivos, me acordé de él. Quizá porque había leído en algún sitio que este año se cumplen cien años de su nacimiento. Quizá por cualquier otra cosa, no lo recuerdo. En ese libro, que saco de la bolsa para mostrárselo a mi madre, Marguerite habla de sus casas, de la casa en el campo donde rodó todas sus películas. De la necesidad de rodarlas, de estar allí, incluso sin rodarlas, escribiendo, incluso sin escribir (esto ya era más complicado para ella). Bebiendo, incluso sin beber. La casa del campo. Su casa. Rodeada de plantas, de árboles y de gatos, de folios y más folios que su intensa pluma irá llenando. Los folios que luego compondrán los libros (toda clase de libros), su extensa obra. El libro contiene numerosas fotografías. Se las muestro a mi madre, mientras le cuento cosas de su vida, la vida de la Duras, de sus libros. La presencia imponente de la madre, los dos hermanos, la ausencia del padre, las historias de amor, el hijo, la literatura. Le cuento todo eso a mi madre, que escucha atenta, sin perder detalle, contemplando las fotografías en blanco y negro que vienen en el libro. La luz que se posa sobre ellas, resaltándolas. El hermano mayor, tan temido. El pequeño, tan querido. Con ese amor que es una mezcla de amor fraternal y de amor incestuoso. Al menos, sí, en las palabras. En las que dejó escritas siempre que habló sobre él. En "Agatha", por ejemplo, ese pequeño libro tan hermoso, tan seductor, tan turbio. La palabra deseo, más incluso que la palabra amor, es la que define su obra, toda ella. Se ha dicho muchas veces, pero yo nunca se lo había dicho a mi madre. El deseo la acompañó hasta el final, incluso cuando era una anciana y apenas podía ya caminar más que a pasos cortos, siguió hablando del deseo. Sí, incluso hasta entonces. Todo eso le cuento a mi madre. La historia de esta mujer alcohólica, excesiva y genial, que nunca recibió el Nobel (como tantas otras, alcohólicas o no, por desgracia: siempre a vueltas con el dichoso machismo). Que bebió vino hasta perder el sentido y entrar en coma profundo. Que luchó contra el fascismo. Que amó hasta el desgarro. Que tuvo setenta años y, de pronto, a esos setenta años, recordó que también había tenido quince y que su belleza enloquecía a los hombres, que los perturbaba. Los hombres que la deseaban. El amante de la China del Norte y todos lo demás. Libre hasta el final. Ese hombre, el último, Yann Andréa, con el que contactó primeramente a través de unas cartas. Unas cartas que la hicieron llorar como entonces, cuando era una niña y lloraba y no sabía muy bien los motivos de aquellas lágrimas. Él, Yann Andréa, no está en este libro. Pero a mi madre le cuento la historia de amor entre los dos. Las escapadas nocturnas de él, la furia de ella. El alcohol, una vez más. El amor, la dependencia de ambos hasta el final. El final de la escritora. La imagen de aquella mujer anciana, de ojos brillantes, que contrastaba tan poderosamente con aquella otra imagen, la de la muchacha de quince y de dieciocho años, tan hermosa, tan inocente, que recordaría durante toda su vida. Aquella muchacha en cuya vida muy pronto fue demasiado tarde. Que amó, que escribió compulsivamente, que vivió, que bebió y que fumó hasta el límite. Que dejó una huella profunda: con sus palabras, con sus deseos, con sus amores, con sus desgarros, con sus aullidos, con su manera de entender el mundo, con su escritura. Todo esto le cuento a mi madre, y mientras lo hago, inesperadamente, descubro en sus ojos el brillo de Marguerite Duras, aquellos ojos que miraban y no decían nada y lo decían absolutamente todo. En esta mañana de febrero, sentados en un banco del parque, poco antes de reanudar el paseo. La recordamos. La recuerdo y se lo cuento, antes de regresar a casa, de que el sol desaparezca y regresen los cielos encapotados, las brumas, la amenaza de lluvia, el frío, el viento. La incertidumbre.

1 comentario:

  1. "Aquella muchacha en cuya vida muy pronto fue demasiado tarde".
    A medida que avanza el tiempo vamos descubriendo que hoy ya es ayer y mañana, hoy. Dios mío, como nos abruma y nos pesa el paso del tiempo a partir de cierta edad. Un beso Ovidio.

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