domingo, 2 de diciembre de 2012

Anillos

Lo vi en un reportaje de algún telediario. Una pareja, joven aún, con dos hijos a su cargo, sin trabajo ni prestación ya por desempleo, había tenido que vender su anillo de casados para sacar algo de dinero con el que alimentar a su familia. Nada nuevo en estos tiempos, lo sé. Todos sabemos que las tiendas donde se compra oro llenan las calles con sus grandes carteles y sus letreros horteras. Sin embargo, el hecho me impactó enormemente. Me imaginé a aquella pareja hablando por la noche sobre el tema (mientras los niños, después de hacer sus deberes, dormían ya), tomando finalmente la decisión, sacando los anillos de sus dedos, guardándolos en una cajita o en un monedero, dirigiéndose a una de esas tiendas que siempre tienen un aire de otra época, casi clandestino. A veces, paseando por esta ciudad, he visto a gente entrar en uno de esos locales y mirar, antes de hacerlo, a un lado y a otro, como si fueran a cometer un acto que no estuviese muy bien visto o un acto casi delictivo. (He visto a algunas personas hacer lo mismo al entrar en un sex-shop, qué cosas). Supongo que eso ocurre porque estamos hablando de una pequeña ciudad. El miedo a que algún conocido les vea pesa sobre ellos, sobre su decisión. Como mi cabeza está llena de imágenes cinematográficas que siempre le ayudan a uno a evadirse de esta cruel realidad que estamos viviendo, cuando me encuentro con alguien que entra algo avergonzado en uno de esos sitios pienso en Victoria Abril. En Victoria Abril en una película de Vicente Aranda. Más concretamente, en el personaje de Victoria Abril en "Amantes". En los años cuarenta. En plena posguerra. En ese paisaje que hemos visto en tantas películas y a través de la descripción de nuestros abuelos. La imagino entrando ahí, con sus gafas oscuras y su pañuelo a la cabeza, maquinando algo, trapicheando con lo que sea. No se trata de frivolizar, sino de quitarle un poco de hierro al asunto. Fantasear. Tramar una historia en la cabeza, cualquier historia, con ese personaje, el de Victoria, mientras camino por las calles y no me detengo demasiado a pensar en el futuro más inmediato. ¿Por qué entra ahí? ¿Cuáles son los motivos que le llevan a hacerlo? ¿Es suyo lo que va a empeñar? ¿Qué hará con ese dinero? En eso me entretengo durante un rato: las caminatas son largas. Y la veo así, vestida como hace más de medio siglo, homenajeando a Barbara Stanwyck en "Perdición" con esas gafas negras y a Bette Davis, en cualquiera de las películas donde hace de arpía, con su dura mirada y su gesto implacable, cuando se las quita. Cosas del cine, inevitablemente. La realidad es la que es y, ya digo, mejor no pensar mucho en ella. Mejor inventarse una historia, rodearla de misterio, poner a una gran actriz al frente de ella. Evadirse. Pero no es fácil seguir haciéndolo cuando pasas por delante de alguna iglesia cercana y ves colas de gente esperando por vales para el supermercado o por algo de ropa. No, no es fácil. Aquí ya no hay historia inventada, ni fabulosa actriz que valga. La imagen es poderosa. La larga cola de personas esperando a que venga el responsable y se haga cargo de las numerosas peticiones. La gente mira distraída hacia otro lado o hunde su cara en alguno de esos periódicos gratuitos que regalan por las esquinas. Son cosas con las que uno se encuentra cuando madruga y sale a la calle. El frío de estos días muerde sus rostros, congela sus miradas. Y la mía, que trato de hundir en la bufanda, mientras continúo caminando, ya sin historias medio inventadas pululando por mi cabeza, no se detiene más que en el movimiento de mis botas, cada vez más acelerado.

2 comentarios:

  1. Cerca de mi antiguo domicilio, había una casa de empeño. Recuerdo esos inviernos duros de Madrid (nada igual a los de ahora), y la estampa que veíamos desde nuestro balcón: largas colas de mujeres con pelo cano y delantal negro donde escondían las pocas cosas que les quedaba, aguardaban turno para conseguir por ellos unas pocas pesetas con las alimentar a los hijos... Últimos años del franquismo que han quedado ineludiblemente grabados en mi memoria.

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  2. Si no fuera porque las calles no tiene barro, sería Dickens total

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