Qué difícil resulta escoger libros para llevar en un viaje largo. Siempre me sucede lo mismo: quiero llevármelos todos, casi todos. Ahora mismo, sin ir más lejos, a punto ya de coger el vuelo para Nueva York y San Francisco, estoy a vueltas con el dilema, el mismo de siempre ante un nuevo viaje. Novedades, relecturas, viejos libros aparcados por no sé qué extraños motivos: veo catorce horas de avión por delante y me apetece llevármelo todo, absolutamente todo. En catorce horas sentado en una butaca de avión, aunque todos los vuelos salgan puntuales (toquemos madera), se pasa por muchos estados de ánimo: alegría, euforia, cansancio, desesperación, más euforia, más cansancio, más alegría, más desesperación... Hay que tener diferentes lecturas, una para cada estado de ánimo, eso como poco. Una bolsa sólo para libros. Novela (algo de novela negra, entre otras, es fundamental), cuentos breves, relatos cortos, ensayo... Y periódicos, claro. Muchos periódicos, con suplementos o sin ellos. Con pasar de esos columnistas que te revuelven el hígado y destruyen hasta el poder del trankimazin será suficiente. Un cuento de Alice Munro, otro de Soledad Puértolas, otro de Richard Yates, esa novela que tengo reservada para la ocasión de Ruth Rendell, la nueva publicación de Marcos Giralt Torrente... Estos son algunos de los planes iniciales. Esos planes que, según se vaya acercando el día de la partida, el próximo martes al amanecer, entre nervios e ilusiones, la excitación y los temores, irán cambiando como esos propios estados de ánimo de los que hablaba antes y el color de todo ese cielo que tenemos por delante.
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