Y de repente, como en tantas otras ocasiones, nos sorprendió la noche. Así viene sucediendo desde hace más de veinte años. Años en los que, como a todo el mundo, nos ha ocurrido de todo. Momentos de risas, como los que se quedan atrapados en las fotografías que conservamos, y momentos de menos risas, que mejor nos los guardamos para nosotros. La complicidad con las personas ni se busca ni se puede inventar: existe o no existe, y punto. Y con ella, Araceli, viene existiendo desde aquel tiempo en que éramos muy jóvenes los dos y buscábamos sin descanso: la diversión, las palabras, los amores, las oportunidades... Todos esos momentos -de risas y de menos risas- que conforman nuestras biografías. Nuestras tardes y amaneceres en común, que no son pocos. Nuestra amistad. Seguiremos haciéndolo, dejando que la noche nos sorprenda, esquivando todas esas trabas que la vida -tan puñetera, tan puñetera- nos impone, bebiendo copas de vino, riéndonos hasta de nuestras propias sombras. Como la otra noche.
martes, 15 de septiembre de 2015
viernes, 11 de septiembre de 2015
Umbral, más allá del personaje
Me sentaba todas las tardes en un café para leer su columna en el periódico donde escribía. Han pasado más de veinte años de eso. Muchas de sus columnas están recopiladas en libros (como `El tiempo reversible´, de reciente aparición) o recortadas torpemente del periódico cuando en el café el diario estaba ocupado y tenía que comprarlo, y permanecen ahí desde entonces, escondidas entre las páginas de sus libros, sobresaliendo por el borde en ocasiones, muy amarilleado ya el papel por el paso del tiempo. Muchas de sus columnas conservan toda la vigencia. Parece que hubiesen sido escritas esta misma mañana. Las releo a menudo. Los temas de siempre: el racismo, la corrupción, la miseria, la desigualdad social, el auge de los fanatismos, la telebasura, la mediocridad, las muertes, la vida que pasa y la que está a punto de hacerlo... Y Madrid, claro. Las luces y las sombras de una ciudad única, imprescindible, literaria. La ciudad que tuvo en el escritor a uno de sus mejores cronistas. Y los políticos, y los escritores, y las actrices: en aquellas negritas que destacaban del resto de las palabras. Como lo siguen haciendo ahora, pese a que el papel marchito por los años tienda a unificarlo todo. Umbral escribió mucho. Acertó casi siempre. Dijo cosas que chirriaban y que continúan haciéndolo ahora (las críticas contra los nuevos novelistas que empezaban a aparecer en los años ochenta, los ordenadores que escribían solos las novelas, algunos libros que terminaron injustamente en aquella célebre piscina a la que tiraba todo lo que no le interesaba, etcétera, etcétera, etcétera). No considero que ni él mismo se creyese algunas de ellas. A veces, sólo a veces, el personaje quería imponerse al genio indiscutible del escritor. Pero olvidamos el lado menos amable del personaje y nos quedamos con el genio indiscutible. Con los artículos de los libros y los artículos recortados. La leyenda, la vida bohemia -inventada o no- y las noches en el café Gijón, ahora que ya han cerrado casi todos los cafés, que la vida bohemia -inventada o no- ya no se sabe muy bien lo que es y que las leyendas van apagándose poco a poco.
Han transcurrido ocho años desde su desaparición. Como digo, algunas mañanas releo sus columnas. Echo de menos entrar en un café y leer sus opiniones sobre lo que está pasando. La política y todo lo demás. La decadencia, el desgaste y el sinsentido que estamos viendo desde tantos ámbitos. Echo de menos aquellas negritas -sobre todo, las de los escritores y las actrices: dentro y fuera de los teatros, bajo la luz de los focos o fuera de ella- y recortar torpemente con unas tijeras aquellas columnas del periódico. Por las noches, solo en el estudio, como el adolescente que lee poemas a escondidas o contempla en una revista los cuerpos que desea (los cuerpos gloriosos, como tituló el propio escritor uno de aquellos libros repletos de negritas), abro `Mortal y rosa´y leo un párrafo o un par de páginas. A veces, leo más. Otras, en cambio, según el día o el estado de ánimo, no puedo seguir leyendo y cierro el libro, siempre al alcance de la vista, muy manoseado. Pero las palabras siguen ahí, poderosas. El aguijón, duro, siempre al acecho. El runrún del prodigioso poema resonando. "Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido".
Han transcurrido ocho años desde su desaparición. Como digo, algunas mañanas releo sus columnas. Echo de menos entrar en un café y leer sus opiniones sobre lo que está pasando. La política y todo lo demás. La decadencia, el desgaste y el sinsentido que estamos viendo desde tantos ámbitos. Echo de menos aquellas negritas -sobre todo, las de los escritores y las actrices: dentro y fuera de los teatros, bajo la luz de los focos o fuera de ella- y recortar torpemente con unas tijeras aquellas columnas del periódico. Por las noches, solo en el estudio, como el adolescente que lee poemas a escondidas o contempla en una revista los cuerpos que desea (los cuerpos gloriosos, como tituló el propio escritor uno de aquellos libros repletos de negritas), abro `Mortal y rosa´y leo un párrafo o un par de páginas. A veces, leo más. Otras, en cambio, según el día o el estado de ánimo, no puedo seguir leyendo y cierro el libro, siempre al alcance de la vista, muy manoseado. Pero las palabras siguen ahí, poderosas. El aguijón, duro, siempre al acecho. El runrún del prodigioso poema resonando. "Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido".
Ocho años después de su muerte, sobre su literatura, a diferencia del papel recortado de los periódicos, no se ha posado aquel tiempo amarillo del que nos habló en su poema Miguel Hernández. Su obra, más allá del personaje, permanece.
(Este artículo fue publicado en El Huffington Post).
lunes, 7 de septiembre de 2015
Todo cambia: una reflexión
Por la ventana abierta del estudio entra la voz inconfundible de Janis Joplin. Son las siete de la tarde del primer domingo de septiembre. Si giro la cabeza, desde el sillón en el que estoy sentado, puedo ver el cielo completamente azul y despejado y los edificios de enfrente reflejados en el cristal. De una de esas ventanas procede la música de Janis. Todo está en silencio. No hay rumor de conversaciones ni risas alborotadas de niños que juegan o se pelean. Sólo la voz de Janis ahí, al otro lado de mi ventana, rasgando el silencio. El primer domingo de septiembre.
Acabo de llegar de la calle. Salí un par de horas antes a pasear con mi madre. Y ese largo paseo, con la ciudad casi desierta, me llevó a plantearme lo mucho que ha cambiado esta ciudad en los últimos años. Si hubiese estado viviendo fuera y regresase ahora, apenas la reconocería. Cafeterías y tiendas cerradas. Algunas con el cartel de SE VENDE o SE ALQUILA y el correspondiente número de teléfono debajo muy deteriorado por el sol y los años. Produce mucha tristeza ver todo eso. Esas calles que, en otro tiempo, conocieron el esplendor, la bonanza económica, la alegría. Calles donde, aparte de cafeterías y tiendas abiertas, había salas de exposiciones y cines. Hoy, esos locales son centros de estética, supermercados, tiendas de ropa, gimnasios... Ciertamente, uno sigue sin acostumbrarse muy bien a eso. Por eso, aún a riesgo de repetirme, lo escribo. El tiempo pasa a una velocidad apabullante. Le cuento a mi madre aquellos tiempos (noches de jueves o de viernes) en los que salía con mi amiga Araceli a cenar y a tomar unas copas. Y a bailar, si se terciaba. Esta ciudad, por entonces (hace veinte años, más o menos), era otra. Muy diferente. Apenas había carteles de SE VENDE o SE ALQUILA en los cristales de los locales cerrados. Apenas había locales cerrados. Casi todo el mundo tenía un nivel económico aceptable. Un trabajo. Otros tiempos, evidentemente. No me gustaría volver a aquella época (ya está vivida, y bien vivida), le digo a mi madre. No es eso. Lo que me gustaría es ver esta ciudad, mi ciudad, con la alegría de entonces. Sin el miedo que nos atenaza a (casi) todos hoy. Sin la impotencia. Sólo eso.
Abandono estos pensamientos y me dejo llevar por la música de Janis Joplin, que sigue sonando y que, de repente, ha llenado la tarde de cierta melancolía. La que produce ir haciéndose viejo, adaptarse a los nuevos tiempos, resignarse serenamente. Todo ello, si puede ser, sin perder la alegría, la curiosidad, la inquietud. La emoción que siguen transmitiendo determinadas músicas.
sábado, 5 de septiembre de 2015
Canta, Frank, canta
Los exagerados gemidos de placer de alguna vecina traspasan las paredes y me despiertan. Prueba conseguida: ya estoy desvelado. Entro en la cocina, preparo café y enciendo la radio. En un programa religioso, a propósito de las circunstancias del pueblo sirio, hablan de la caridad. No de la solidaridad, de las imprescindibles ayudas económicas y humanitarias, de los acuerdos internacionales, etcétera... Nada de eso. ¡De la caridad! Apago violentamente la radio. Me pongo a preparar la comida para este sábado: albóndigas de merluza. Pocas cosas me ponen de mejor humor que cocinar para mi familia. Olvido que estoy desvelado y que eso ya no tiene remedio. Y abro la ventana de la cocina. Entra frío. El frío característico de las madrugadas de otoño. Me gusta ese frío. (A la gata, no). Me recuerda aquel tiempo en el que pensabas que llegaba el otoño y que las cosas negativas podían cambiar. Pienso en todas las novedades literarias interesantes que aparecerán este otoño -Elvira Lindo, Ian McEwan, Margaret Atwood...- y pienso, de repente, en Frank Sinatra. Y busco el cedé y digo: canta, Frank, canta. Pero bajito, que no son horas.
viernes, 4 de septiembre de 2015
La fotografía
No quería verla. La foto del niño muerto en la playa. Pero la vi. Fue inevitable. Considero que no hace falta verla para comprender la magnitud de toda esa tragedia. Escucho reportajes por la radio, leo las crónicas de los periódicos, y sólo encuentro una palabra para definir todo eso: horror. El horror por lo que le está ocurriendo a toda esa gente, el horror por el futuro que les espera, el horror que produce la falta de solidaridad de algunas personas. Es increíble lo que alguna gente puede llegar a decir en las redes sociales, sin ir más lejos. Debajo de las noticias que cuelgan los periódicos. Creo que se están perdiendo por completo los papeles, las formas, el sentido. Creo que hay que pensar las cosas dos (incluso tres o cuatro) veces antes de soltar determinadas sentencias. Creo que a veces (ésta es una de esas veces) hay que apartar el yo y ponerse en la piel del otro. Creo que el silencio sigue siendo algo positivo y necesario. El silencio que nos ayuda a reflexionar, ese concepto (me temo) tan en desuso. A asumir nuestra impotencia y nuestra fragilidad. Escribo todo esto y las palabras del padre de Aylan, el niño muerto, las palabras que ningún padre tendría que pronunciar nunca -"Las manos de mis niños se escaparon de las mías"-, me dejan por completo fuera de juego. Mudo y desarmado.
jueves, 3 de septiembre de 2015
El cierre de las librerías
Cada día, al leer las noticias, descubrimos el cierre de una nueva librería. La persona (o personas) responsable de la misma se queda en la calle y la cadena que hay detrás se debilita un poco más. La rabia, la impotencia y el dolor se apodera de las personas que amamos la literatura. Quizá esos sentimientos -rabia, impotencia y dolor- sean aún más fuertes en los hombres y las mujeres que nos vimos en la calle por las mismas circunstancias. Desde entonces, desde que me quedé en la calle, mi situación económica no me permite comprar todos los libros que deseo. A pesar de ello, cada mes reservo un dinero para comprar, al menos, un libro. Ese dinero es sagrado. Seguiré haciéndolo mientras pueda. También, todos los meses, mi madre y mi hermana (¡que las diosas del cine -que son las únicas diosas en las que creo- las bendigan!) me regalan un par de libros. Leo las novedades que me interesan gracias a las bibliotecas y a su estupendo servicio de reserva. A veces hay que esperar, sí, y eso para una persona impulsiva como yo es complicado, lo reconozco. Pero la edad te enseña a manejar de otro modo la impaciencia. Con los años aprendes a dosificar y a relativizar todas las cosas. Jamás he descargado un libro gratis ni pienso hacerlo. No pretendo ser mejor que nadie. Sólo tener la conciencia tranquila. Y, en este aspecto, la tengo.
martes, 1 de septiembre de 2015
Otro septiembre
Septiembre. Empieza el mes con el sonido de la lluvia y la luz del móvil parpadeando. Una amiga me cuenta que tampoco puede dormir. El vuelo inquieto de un mosquito y algunos problemas sirven para desvelar a cualquiera. A ella, hoy, concretamente. Lo bueno del insomnio, si es que algo bueno tiene, es que sabes que nunca estás solo. Siempre hay alguien al otro lado. Lo importante es ocupar esas horas, las del insomnio, de la mejor manera posible. Leer, escribir, cocinar... O charlar por mensajes con una amiga y maldecir juntos a los problemas y a los mosquitos. O revisar los clásicos. Ahí estamos. No conviene perder las buenas costumbres. Comenzar septiembre (que es como comenzar el año), refugiado de la lluvia y de las tremendas noticias de los periódicos, con esa pequeña joya del señor Allen, `Septiembre´. Como si no hubiesen pasado más de veinticinco años. Como si la viésemos por primera vez.
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