martes, 8 de noviembre de 2016

Un euro, un café

Reservo la nueva novela de Peter Stamm en la biblioteca del Fontán. Me llaman para decirme que ya está a mi disposición. Voy a buscarla. Es lunes por la mañana, temprano. Hace frío y llueve. Lo peor de todo es la humedad. Casi a punto de llegar, de uno los portales cercanos, surge la voz oscura de un hombre muy mayor. Extiende su arrugada mano hacia mí y me pide un euro para un café. Hago un gesto con el rostro que indica algo así como que lo siento. Es la cuarta persona que me pide dinero desde que salí de casa, media hora antes. Entro en la biblioteca. Hace calor. Huele a cerrado. Ese aparato que contiene bolsitas de plástico que se amoldan a los paraguas mojados está estropeado. El paraguas va dejando un reguero de gotas como minúsculos lunares a mi paso. Joder, un euro, pienso. Hoy no queda más remedio que valorarlo, pero es sólo eso: un miserable euro. Recojo el libro. Me gustaría estar en casa ya, leyéndolo. La tendinitis y la humedad no son buenos aliados. Vuelvo por el mismo camino. El hombre sigue allí. Saco un euro del bolso y se lo doy. Es una moneda nueva, reluce en la oscuridad. Su voz cavernosa susurra algo. Sus ojos, brillantes y agradecidos. Como si una solución mágica hubiese puesto fin a todos sus problemas. Un euro, un café. Joder. 

domingo, 6 de noviembre de 2016

Sam Shepard

Como no puedo dormir, me levanto, preparo café y siento la lluvia al otro lado de la ventana, que ahora mismo cae de modo torrencial. Aquí, en el estudio, el calor me reconforta. Dicen que hoy llegará el primer frío del invierno y que no tendrá piedad. No saldré de casa. Me pasaré el día trabajando. Ayer sí lo hice: salí de casa para celebrar que mi madre está viva, ¿qué te parece? Por eso no presté mucha atención cuando Toni Rodero me recordó que era tu cumpleaños. Veo ahora las fotos de tus mejores años y pienso en el joven que fui, también insomne, viviendo aún en otra casa, la de mis padres, que está una calle más abajo. Recuerdo a aquel muchacho medio enamorado de un tipo que vivía a miles de kilómetros de distancia (qué ingenua, la juventud) y que ayer cumplió 73 años. Que lo tenía muy crudo ya lo sabía entonces, pero qué importaba (la juventud también es atrevida). Estaban tus películas, tus fotos y tus libros, tan manoseados (ahí siguen, aunque hace tiempo que no les echo un vistazo). Y con eso era suficiente para mi inquietud. Veo ahora (sigue lloviendo y unos borrachos alborotan en la calleaquellas fotos y veo las de ahora, y pienso que el tiempo es implacable, te araña sin piedad. Aunque lo único que importa realmente es estar vivo, pero eso tú ya lo sabes igual que yo. Felicidades (con retraso), Sam.         

jueves, 3 de noviembre de 2016

Veinticinco años después

Era un viernes, el primero de noviembre. Cuando entré en uno de aquellos cines que ya no existen y a los que iba varias veces por semana, aún lucía el sol. Un sol frío porque entonces el tiempo tenía su ritmo establecido: calor por el verano, frío en otoño e invierno. Había leído los artículos que Ángel Fernández-Santos, enviado de El País al festival de Valladolid, había escrito sobre aquella hermosa historia. ¡Qué bien escribía aquel señor sobre cine y cuánto aprendimos de sus crónicas! Una de esas películas que te dejaba con un nudo en la garganta y esa sensación de que, a pesar de determinadas derrotas (de todas las derrotas), la vida siempre merece la pena. 'Thelma y Louise', sí, ésa era la película. Cuando salí del cine, ya de noche cerrada (como ahora mismo), tocaba enroscar bien la bufanda al cuello para proteger la siempre indefensa garganta, por donde andaba el nudo que había dejado la historia de aquellas dos mujeres. Pasé por la librería en la que compraba habitualmente mis libros y en la que, años más tarde, trabajaría. Allí estaba, en el escaparate, recién sacado de las cajas. El Premio Planeta de aquel año, 'El jinete polaco', de Antonio Muñoz Molina. Lo compré. Aún no sabía que estaba ante una obra de semejante envergadura, ni mucho menos que, unos cuantos años después, el concejal que me casaría leería en la ceremonia un párrafo de aquella historia, que empecé a devorar por primera vez aquella misma noche con la ilusión de los niños las mañanas de Reyes. Tenía veinte años. En un abrir y cerrar de ojos, han pasado veinticinco. Y ahora, al bajar las persianas y dejar la oscuridad al otro lado, lo he recordado con la misma intensidad que si hubiese sucedido ayer mismo.  

sábado, 29 de octubre de 2016

Sábado

Me levanto. El sol entra en el estudio y clarea buena parte del parqué con su luz. Abro la ventana y no hace frío. Lo primero que hago, antes de poner la cafetera en el fuego, es llamar a mi madre para ver cómo se encuentra. Está bien y animada. Va a salir con mi padre. Me cuenta cosas, le apetece hablar. Le digo que por la tarde vamos a ir al cine y que muchísima gente se ha interesado por su salud. Le alegra escuchar eso, y lo agradece (como también lo hago yo). Cuelgo el teléfono. Entro en la cocina y me dispongo a pelar patatas para una tortilla. Os juro -¡y eso que he hecho cientos de tortillas!- que nunca he sido tan feliz como hoy pelando esas patatas, batiendo esos huevos, picando esa cebolla. Antes de escribirlo aquí, se lo digo a Francesca, pero ella, que conoce nuestros estados de ánimo mejor que nosotros mismos, ya lo sabe. 

Mejores libros

Babelia publica hoy los mejores libros publicados en castellano en los últimos 25 años. Evidentemente, hay muchas opciones donde elegir. Magníficas opciones, sin duda. Aunque siempre es complicado porque nadie ha leído todo lo que se  ha publicado, como es lógico. Aún así, mi lista de seis es la siguiente:

-'El jinete polaco'. Antonio Muñoz Molina.
-'Nubosidad variable'. Carmen Martín Gaite.
-'Corazón tan blanco'. Javier Marías.
-'Una vida inesperada'. Soledad Puértolas.
-'Rabos de lagartija'. Juan Marsé.
-'Lo que me queda por vivir'. Elvira Lindo. 

viernes, 28 de octubre de 2016

En el hospital (II)

Aunque el hospital donde está ingresada mi madre queda muy lejos de nuestra casa, hago el trayecto caminando. Viene a ser una hora de caminata, a buen paso. Me viene bien para despejar la cabeza y ordenar el caos de estos días. Me gusta sentir esas ráfagas de frío cuando atravieso zonas sombrías y el calor cuando paso por lugares soleados. Agradables contrastes. Ayer regresé a casa con buen ánimo porque mi madre, según los médicos, progresa adecuadamente. Su rostro parecía menos desencajado, más alegre. Sonreía. La vida, que durante dos días fue una especie de cosa ajena a mí, recuperaba poco a poco su sentido. Los niños, ya de regreso del colegio, merendaban en los parques, jugaban en los columpios. Algunas personas conversaban y tomaban cerveza en las terrazas como si aún estuviésemos en verano y no a dos días de comenzar noviembre. Otras, con bolsas de trabajo y bolsas de la compra, entraban en sus casas con el rostro cansado. De una pastelería, aparte del bullicio, salía aquel delicioso olor de las confiterías de nuestra infancia. Estuve a punto de comprar algo dulce, pero luego no lo hice. Parecía como si mis pies se deslizasen solos por la ciudad y yo fuese alguien que lo observaba todo sin ser visto y como si ese todo fuese algo nuevo en mi vida. Una extraña y placentera sensación. Llegue a casa sin rastro de cansancio y con la sensación de que, aunque lentamente, las cosas van regresando a su sitio. 

jueves, 27 de octubre de 2016

En el hospital

Mi madre está en el hospital, recuperándose del infarto que sufrió el pasado lunes. Mientras unas amables enfermeras entran de nuevo en la habitación para hacerle no sé qué cosas a su cuerpo, me siento en una de las butacas de la sala de espera más cercana y echo un vistazo al Instagram de Jose Castellano. No puedo leer, no logro concentrarme, aún sigo demasiado conmocionado: sólo la visión de cosas bonitas consigue que me evada un poco. En medio de un montón de fabulosas fotografías que podrían resumir buena parte de mi itinerario (actrices, escritores, películas, escenarios, tejados...), descubro una foto espléndida de Gonzalo Juanes donde una madre camina por un parque con su hijo de unos diez años y me echó a llorar. No sé si son lágrimas de alivio o de furia. Supongo que de ambas cosas. Alguien dijo que la vida era como un día de picnic: Preparas una comida exquisita y cuando llegas al campo el sol desaparece y cuatro pajarracos te cagan encima. Sí, podría ser una buena definición de la vida. Y de toda esa mierda, sólo te salva, a ratos, el arte y ese hombre que posa su mano en tu espalda y que no dice nada porque en realidad no hace ninguna falta.