Cuando el año pasado entré en la catedral de Colonia, Alemania, encendí una vela. No soy creyente, pero era una manera de decirle a mi madre que desde aquella parte del mundo también me acordaba de ella. Más que ingenuidad, que también, era una forma como cualquier otra de agarrarse un poco más a todo esto y no enloquecer definitivamente. A veces, no importa la fecha, enciendo una vela y la coloco cerca de las fotos que tengo de ella en el estudio. Levanto la vista del libro o del ordenador y veo la luz temblorosa iluminando la sonrisa de mi madre. No estoy en paz, pero me reconforta. Y vuelvo a lo mío. O recuerdo tramos de tiempo vividos juntos. Tantos tramos. Antes de que la muerte, implacable, hiciera su trabajo.
Es domingo, 3 de noviembre, y acabo de leer el periódico. Todas esas imágenes y palabras acerca de la tragedia de tanta gente. Tanto dolor, tanta impotencia, tanta suciedad. Tanto tiempo de espera. No hay suficientes palabras. Sólo los actos de solidaridad voluntaria -y algunas voces de la radio- pueden reconciliarte un poco con ese dolor. Y, antes de ponerme a escribir y huir a otros mundos, enciendo dos velas. La casa está fría. Un rayo de sol ilumina la madera del suelo. Me quedo un rato ensismismado observando esa luz. Ese juego de luces. En silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario