jueves, 21 de abril de 2016

Otro cartel con otro número de teléfono

Algunos mediodías soleados, después de las largas caminatas, nos sentábamos allí y tomábamos una cerveza bien fría. Enfrente, hay un colegio. El mismo colegio en el que, cuando hay elecciones, nos toca ir a votar. A las dos, los niños salían con esa euforia característica de la infancia cuando uno se encuentra con su madre o con su padre después de muchas horas sin verlos. Gritos, risas, bullicio, algarabía. Pasaban por allí algunas madres o abuelas que habían sido clientas de la primera librería en la que trabajé (a vueltas con la añoranza, ahora que se acerca de nuevo el Día del Libro) y que iban a buscar a sus hijos o a sus nietos. Todos habíamos cambiado. Hola, adiós, qué tal. Mi madre reconocía al hijo de alguna conocida, también muy cambiado, y le decía unas palabras amables. Era agradable estar allí, en aquella terraza -tranquila hasta que llegaba el alboroto de los niños-, disfrutar del sol, del sabor de la cerveza helada, de la lectura pausada del periódico, de la charla. En esos días soleados, sean días de verano o no, parece que todo se detiene. Que las horas no avanzan. Y que nos sumergimos en esa especie de tiempo detenido donde nada malo puede suceder. 
Ayer, como todos los miércoles, acompañé a mi madre al ambulatorio (está a dos pasos del colegio). Llovía. Llovía sin parar, como si la primavera quisiese echarnos algo en cara. Cuando pasamos por delante del bar (cerrado ya), un cartel con un número de teléfono estaba estampado en la cristalera. Otro cartel con otro número de teléfono. SE TRASPASA. 
Y la verdad es que, aparte de la (interminable) sensación de cansancio y hartazgo, ya no sabe uno muy bien qué añadir. 

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