sábado, 2 de mayo de 2015

Las madres que cuentan

La primera luz, el primer llanto, las primeras caricias, la hora de nuestra llegada a este mundo, los primeros días de vida... Todo eso que no somos capaces de recordar pero que ellas, nuestras madres, sí lo hacen y nos lo recuerdan a nosotros, los hijos, cada cierto tiempo. La primera luz, el primer llanto, las primeras caricias, la hora de nuestra llegada a este mundo. Y ya estamos aquí. Ahí. En los brazos de nuestra madre, indefensos y peleones, llorosos y amoratados, arrugados y sin dientes (como estaremos después, arrugados y sin dientes, cuando seamos viejos), casi diminutos. Ajenos por competo al paso de los años. Ajenos a casi todo, en realidad. Pero los años van pasando, el tiempo se nos echa encima casi de un modo despiadado. Y seguimos ahí, en los brazos de nuestra madre, como en esos días en los que la vida pesa demasiado y buscamos un refugio del que sabemos que nadie nos echará. Cada vez van quedando menos certezas, pero una de ellas es ésa: de ese refugio nadie nos echará. Hoy, mañana o cualquier otro día. Esos  días, ya digo, en los que la vida pesa demasiado y todo se vuelve cuesta arriba. Todo son misterios, enigmas difíciles de resolver. Que hay días para todo. Días, incluso, para recordar acontecimientos lejanos que parece que sucedieron ayer mismo, a última hora de la tarde. O que, en realidad, sucedieron ayer mismo, a su lado. Los paseos por la ciudad y por la playa, las enseñanzas, los caprichos, los regalos, los libros, las risas, las tardes haciendo deberes, las noches de insomnio, los agobios, los desvelos, los dolores que van surgiendo del hecho de estar vivos. Los dolores físicos y los otros, los que nos agujerean el corazón y machacan nuestros pensamientos. Ellas, las madres que están ahí. Aquí. Como la mía. Mi madre. Hoy, mañana y todos los demás días, que no sé yo quién inventó esta tontería de que las madres deben tener un día especial. Todos los días tienen que ser (son) especiales con ellas, para ellas. Con las madres que se lo merecen. Las madres que cuentan, que están. En fin.
No todas las madres son iguales, eso es evidente. He conocido madres verdaderamente despiadadas con sus hijos (con sus hijas, en algún caso concreto), no hace falta que nos remontemos a Medea. Por eso no se puede generalizar. Cada madre, como cada persona, es un mundo. Por eso a mí me gusta hablar (y escribir) de la mía, que es la que mejor conozco y que es una madre extraordinaria. Que escucha, que comprende, que apoya, que no juzga. Que está. Sabe que la vida es como es, que va a su aire, y así hay que aceptarla. Con sus lados buenos y sus lados menos buenos. Nadie dijo que esto fuera un camino de rosas, precisamente. Y ahí estamos. Disfrutando de lo bueno y sobreponiéndonos al resto. Los meses avanzan a toda velocidad en el calendario y conviene atrapar los momentos. El momento. Este momento en el que escribo sobre ella. Ese otro momento que llegará más tarde, cuando volvamos a compartir charla y mantel, preocupaciones y proyectos, algarabía y vermús.
Escribe Richard Ford sobre su madre: "Pero de alguna forma ella me hizo posible expresar mis afectos más auténticos, como lo haría un pasaje de gran altura literaria con un lector devoto". Esa madre, sí, también es la mía. La que me ha acompañado hasta aquí. La que sigue haciéndolo. Una de las que cuentan.

1 comentario:

  1. Las madres no tendrían que dejarnos nunca. Nunca. Comparto tu artículo Ovidio. Gracias.

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