miércoles, 17 de septiembre de 2014

Recordando a Capote

En el verano de 1988, se cumplían cuatro años de la muerte de Truman Capote. (Este verano se han cumplido treinta). Yo estaba a punto de entrar en la universidad y llevaba el pelo largo, mucho más largo de lo que lo llevo ahora. Muchas veces, por la calle, algunas personas, con mayor o menor disimulo, se daban la vuelta para mirarme. Algunas, incluso, murmuraban algo entre dientes y sonreían maliciosamente. Esta ciudad no era Nueva York, precisamente. Ni tampoco Madrid. Por decisión propia, trabajé durante un mes en el quiosco que estaba al lado de aquellos cines donde pasaba bastantes horas, cerca de mi casa y de la librería donde, mucho más tarde, trabajaría unos cuantos años. El quiosco donde compraba aquellas revistas que me interesaban y que  venían de la capital, no sin cierto retraso en ocasiones. Había revistas, había libros, ¿qué más podía pedir aquel joven solitario de larga melena? Allí le descubrí, a las pocas horas de entrar a trabajar. Era un ejemplar un tanto ajado por el sol que entraba por el escaparate de "Desayuno en Tiffany´s". En el tiempo libre que me dejaba el trabajo, leía aquella novela (y los otros relatos que componían el volumen). La leí varias veces. Todas ellas con el mismo entusiasmo. De repente, sólo tenía un deseo: escribir como aquel hombre. No se podía escribir de un modo más brillante, pensaba. Estaba deslumbrado por aquella literatura. Antes de que terminase aquel mes de trabajo (cubría las vacaciones de la dependienta habitual), empecé a buscar más libros de aquel autor. Leí todos los que estaban traducidos al castellano y algunos, con el diccionario siempre cerca, que no lo estaban. Y quería que cada página que escribía fuese como las suyas. ¿Qué escritor decente no soñó alguna vez con eso, con escribir como Capote?
A Truman Capote le hubiese bastado escribir un libro, "A sangre fría", para ser considerado un autor descomunal y llevarse todos los premios del mundo, Nobel incluido. Esa obra justifica una carrera entera. Pero Capote, incluso en sus momentos más decadentes (por así decir), era sublime. "Música para camaleones" es el título con el que ejemplificaría estas palabras. Perfeccionista y brillante, el retrato de Marilyn que realiza en ese libro es una pieza única, soberbia. Como el que hace de la mujer que limpia su casa. En dos pinceladas, refleja la fragilidad de la actriz como nadie supo hacerlo igual. Y la existencia de una mujer normal y corriente. Los dos rostros que recorren toda su obra: el de las estrellas que se mueven bajo los focos y el de la gente de la calle. En este último sentido, tendríamos que regresar a la historia de los asesinos de "A sangre fría" y a la de la familia asesinada. Es un retrato tan exacto y perfecto que el escalofrío vuelve a recorrer nuestra espalda cada vez que leemos ese libro monumental, donde no sobra ni falta una palabra.
Dicen que el éxito de aquel libro destrozó la vida del escritor. Vale. Comenzaron las fiestas, las obsesiones (Capote se obsesionó con los dos asesinos de un modo desproporcionado, como sabemos), la decadencia. Quiso emular a Proust y hacer una revisión de la vida neoyorquina. No pudo acabar aquel trabajo. El alcohol, las pastillas y las fiestas (la imagen del escritor bailando en Studio 54 o tumbado en uno de aquellos sillones, con el rostro abotargado, forma parte de la leyenda) pudieron más que la escritura. Murió cuando faltaba un mes de celebrar su sesenta cumpleaños, muy cansado y regresando -de alguna manera- a su infancia.
En aquel momento -el verano de 1988, cuando se cumplían cuatro años de su muerte-, aún no sabía que muchos años después me fotografiaría delante de la casa donde Truman escribió buena parte de su obra, en Brooklyn. En aquel momento, en el verano del 88, devorada la historia de Holly Golightly, yo sólo quería leer más cosas de aquel escritor que desde la primera línea me pareció absolutamente genial. Quería leer toda su obra y escribir como él. Quería seguir llevando el pelo largo y que nadie me juzgase por ello. Aunque, a decir verdad, ya a aquellas alturas, me daba igual que lo hiciesen que no. Llevaba el pelo largo porque me daba la gana, y punto. Sobre pocas cosas podemos elegir libremente y ésa es una de ellas. Oviedo no era Nueva York ni Madrid, etcétera...
Aquel verano, el del 88, no sabía, como digo, que muchos años más tarde, recién casado, me fotografiaría delante de su casa, la casa de Truman Capote, llegando a sentir una emoción casi tan intensa como la que me produjo leer por primera vez sus libros. Leerlos incansablemente, a lo largo de los años. Allí delante, en aquella tranquila mañana de mayo, con el pelo rapado casi al cero y una de esas suaves brisas que recorren su literatura, sentí que se cerraba una especie de ciclo. El que había comenzado el verano de 1988, descubriendo su obra. Un verano ocioso en el que todo aún estaba por llegar.

1 comentario:

  1. Hermoso comentario-como todos los tuyos- falta la foto frente a la casa de Truman- ¡has despertado mi curiosidad! ¿Y la del pelo largo?

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