lunes, 18 de agosto de 2014

Insomnio

Esta noche, como tantas otras, no puedo dormir. Tengo los ojos abiertos y la luz que entra por las rendijas de las persianas hace juegos inquietantes en las paredes. Como los hace sobre las aguas de las piscinas cuando cae la tarde. Qué extraña, la luz. Me duele la cabeza. No son los problemas cotidianos los que me afectan hoy, ni la decepción que nos provocan algunas personas. No se trata de esas menudencias. La cosa va más allá. Tengo esa clase de insomnio insoportable que me afecta cuando la enfermedad de mi madre hace su aparición. Dos días lleva sin poder caminar. Así es su maldita enfermedad degenerativa. Cuando le viene en gana, se instala en cualquier rincón de su cuerpo y decide sobre ella. Ahora le ha tocado a las articulaciones de los pies: como empezó todo. No es un tema nuevo. Ahí está, a su libre albedrío, machacando. Y yo no puedo dormir. Son las cinco de la mañana y ella está en su cama, algunas calles más arriba de esta casa donde vivo con mi marido. Aunque no he hablado con ella desde ayer, a última hora de la tarde, sé que ella tampoco puede dormir. Su insomnio también está provocado por esa enfermedad. Si se mueve demasiado, regresa el dolor. Quizá esté pensando, como hago yo ahora, en lo extraña que es la luz, en esos movimientos inquietantes que dibuja sobre las paredes. Se puede ver la sombra de una cabeza, de un animal, de un farol. En la pared. Los juegos de esos movimientos distraen mi atención y dejo de pensar en la causa de mi insomnio por unos instantes. Y mi madre vuelve a ser aquella mujer que era antes de la enfermedad, cuando no teníamos miedo de nada, de que ninguna enfermedad acechase. Es lo que pasa cuando uno está sano: no se acuerda mucho de que en cualquier momento puede dejar de estarlo. Así somos. Supongo que se trata de algo inevitable. Mi madre vuelve a recuperar su optimismo. Ese optimismo que sólo le falla cuando se encuentra incapacitada. A pesar de ello, a veces sonríe.
Creo que mañana no podré ir a la presentación que vas a hacer del libro de ese chico (se refiere a la presentación que mañana, martes, haré de "Agua dura", el libro de Sergi Bellver, en la librería Santa Teresa, a las siete de la tarde), me dijo ayer. No importa, mentí. Su presencia siempre me arropa cuando estoy delante de un micrófono. Habrá muchas presentaciones este otoño, le dije. Podrás ir a todas. No parecía convencida. Cuando la enfermedad reaparece en su cuerpo, como en estos días, el desánimo se apodera de ella. Y eso es casi peor que la propia enfermedad.
Las sombras de la pared se han detenido. Alguien grita en la calle. Grita y ríe y llora. Son dos personas, un chico y una chica. Parece que estuviesen en la habitación de al lado. Ahora esas sombras de la pared forman una especie de oscuro mosaico complicado de descifrar. Puede que sea un caballo, una cabeza o una cometa. No lo sé. Sigo sin poder dormir. Podría estirar la mano y sacar un somnífero -otro- del cajón de la mesita. Creo que es demasiado tarde. Me tendría adormilado hasta media mañana y no tengo ganas de eso ahora. Me levanto. Preparo café. Escribo. Miro el reloj del móvil, el de la pared. Espero, paciente, que llegue una hora prudente para llamar a casa y hablar con mi madre. Sólo me importa una cosa: que sus palabras derrochen optimismo, que esta nueva recaída -siempre tan caprichosas- comience a desaparecer. Miro el reloj de nuevo. Escribo. No sé hacer otra cosa.  

1 comentario:

  1. Si la escritura provoca en ti un efecto curatorio o, al menos, analgésico, bendita escritura. Y qué mierda de enfermedad, cualquiera, pero la que acecha a nuestros padres, a mi me aterroriza. Espero se mejore, quizás para mañana... besos

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