domingo, 29 de julio de 2012

Incertidumbres

La mujer estaba lejos, en su propio mundo, ajena a todo. Tendría unos sesenta años, el pelo con falta de tinte y las ropas -excesivamente grandes para su cuerpo menudo, como si hubiese perdido mucho peso desde que las estrenó o como si las hubiese heredado de alguien- parecían de otra época. Estaba comiendo un helado de vainilla y chocolate y mordisqueando la galleta, también de chocolate, que le habían colocado en lo alto del dulce. Parecía feliz, ahí, perdida en sus pensamientos, disfrutando del helado, devorándolo casi. Recordando, probablemente, alguna otra tarde como aquella. Alguna tarde de su infancia o adolescencia donde había disfrutado de un helado como estaba disfrutando de aquel, del sabor de la vainilla y el chocolate, de la galleta que estaba colocada en lo alto y que mordisqueaba delicadamente, como si no quisiese que se terminase. A su lado, un hombre, más o menos de su edad, estaba bebiendo una cerveza directamente de la botella. Quizá se tratara de su hermano. Sí, es probable que así fuese: guardaban cierto parecido. Bastante parecido, aunque el hombre aparentaba más robusto, más hinchado. En el otro extremo de la mesa, silenciosa, una chica joven, muy delgada, con la piel negra y el pelo, largo, muy largo y liso, lleno de adornos de colores y trencitas diminutas. El hombre se mostraba muy pendiente de la mujer. De vez en cuando, con una sonrisa y una expresión de dulzura en el rostro, se dirigía a ella y le decía algo que yo no alcanzaba a escuchar desde nuestra mesa. La chica les observaba, sonreía o asentía con la cabeza. Y al hacerlo, al asentir la cabeza, las numerosas trencitas se movían de un lado a otro, rítmicamente. Nunca decía nada. De sus labios, pintados de un rojo intenso (a juego con la camiseta de lycra y estrechos tirantes), nunca salía una palabra. Ella no tomaba nada, ni siquiera tenía un vaso o una tarrina de helado vacíos delante de su cuerpo. Jugueteaba, sí, con las servilletas. Sus uñas, también rojas, bailaban por el servilletero. No parecía nerviosa, ni siquiera aburrida: dejaba pasar la tarde tranquilamente, no le molestaba aquella compañía, la pareja, probablemente de hermanos, que tenía enfrente. Todo lo contrario: podría decirse que estaba relajada, casi feliz. Casi tanto como la mujer comiendo el helado. Qué curioso trío, pensé. ¿Qué lazos les unirían? ¿Qué relación habría entre ellos? Quién sabe. A lo lejos, el mar. Los niños que jugaban en la arena, que intentaban levantar una cometa con forma de autobús. Ya iba quedando poca gente en la playa. Hacía rato que el cielo se había nublado. Presagios de tormenta. Los padres de los niños recogían las cosas, les llamaban para que se vistiesen. La mujer que comía el helado fijaba su atención en la cometa, alzaba los ojos al cielo, donde la cometa con forma de autobús parecía perderse. La mujer, con la mirada puesta ahí, en la cometa que se perdía por el cielo y entre los nubarrones que acechaban, sonreía, siempre ajena a las palabras del hombre que podía ser su hermano, que seguramente era su hermano, a los movimientos silenciosos y serenos de la chica negra que les acompañaba, al sonido de sus uñas rojas sobre el servilletero. Y de pronto, se levantaron y se fueron, el hombre rodeando el hombro de la mujer, la chica negra un poco detrás, dejando en el aire una rara incertidumbre, una de esas historias que están ahí, al alcance de nuestras manos, y que se nos escapan con la misma facilidad con la que se nos escapan las tardes de este verano, de todos los veranos.

1 comentario:

  1. Las incertidumbre son a las tardes de verano, lo mismo que las tormentas al mar: un motivo para huir de la siesta, activar los ojos de observador y ponerse las sandalias de las largas caminatas y los grandes acontecimientos.

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