Otro gin-tonic, por favor. Eso estaba diciendo cuando la descubrí, la otra noche, en la barra de uno de esos bares que conservan el espíritu de las boites de los 70: múltiples espejos, paredes enmoquetadas de rojo, mesitas minúsculas delante de los sillones y música de nuestros clásicos (Raphael, Camilo Sesto, Julio Iglesias...). Tenía los ojos vidriosos y la piel tostada por el sol de estos días. En el pasado, había sido una mujer resultona, coqueta, atractiva. Ahora, con ese tono de piel excesivo que algunas mujeres se empeñan en convertir en elegante y que no hace más que echarles años y arrugas encima, seguía conservando algo de todo aquello. La recuerdo alegre, cantarina, caminando con garbo de un lado a otro del bar que regentaba con su marido, sirviendo con entusiasmo las mesas, consciente de la atracción que suscitaba en algunos de los clientes que posaban sus ojos en aquellas caderas ajustadas en faldas de vivos colores. El blanco era su color favorito para las faldas, para los vestidos de tirantes ceñidos al (buen) cuerpo. En los pies, ya fuese invierno o verano, sandalias de tacón alto. Otros tiempos. Era imposible acercarse los domingos a la barra para pedir un vermú y una ración de gambas, o los sábados por la noche para cenar. Siempre estaba lleno. Un día, de repente, salta la noticia por el barrio: el marido se largó con una clienta a buscar fortuna en el sur. Aquel bar que estaba atiborrado de gente, comenzó su declive. De la noche a la mañana, sólo cuatro gatos -más por fidelidad que por otra cosa- seguíamos yendo por allí. Ella, trastornada por aquel vaivén, apenas prestaba atención a los clientes, sólo escuchaba, ensimismada, boleros. Una y otra vez los mismos boleros en la voz de Luis Miguel. Se respiraba, cuando te acodabas al fondo de la barra, esa tensión nerviosa que se origina en los sitios sin gente y en los que, no sé bien por qué, te entran unas ganas nerviosas de echarte a reír sin venir mucho a cuento, consciente de que no debes hacerlo: un poco como en el colegio, cuando también te entraba esa misma risa mientras el profesor trataba de explicar algo y el sonido de la tiza deslizándose -como una sutil amenaza- por la pizarra era el único que se oía en toda la clase. Muchas de aquellos sábados en los que, después de tomarnos unos vinos en su local más por solidaridad que por otra cosa, nos aventurábamos en la noche, la encontrábamos de regreso, despuntando ya el nuevo día, el nuevo domingo, tambaleándose sobre aquellos zapatos de tacón alto, las piernas siempre morenas, la cabeza hacia delante. Pasábamos, mi hermana y yo, por su lado y la saludábamos, como si con aquel saludo quisiésemos decir que estábamos con ella. Eso, también, fue lo que, la otra noche, cuando nos encontramos, quisimos decirnos, el uno al otro, después de tantos años, tras besarnos e interesarnos por nuestras respectivas vidas. Seguimos del mismo lado. Otra ronda de gin-tonic para nuestra mesa también, por favor.
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