miércoles, 26 de octubre de 2016

Marianne Faithfull: tan lejos, tan cerca

Este artículo fue publicado en la revista LaEscena

Impresiona ver a Marianne Faithfull, bastón en mano, en el concierto grabado en Bella Bartók National Concert Hall y que ahora, junto al cedé, se publica con el título 'No Exit'. El paso del tiempo y las andanzas por la vida le han sentado bien a su rostro. Me gustan esos rostros, erosionados por los años, ajenos al bisturí. Aunque, a veces, como sabemos, esas andanzas fueron un tanto peligrosas y desmesuradas. Excesivas. Ella misma lo contó en su autobiografía y también en algunas de sus canciones. Sigue siendo una mujer guapa, intensa, atractiva. Una mujer que planta cara al destino, a su lado menos amable. No necesita de adornos y abalorios para destacar. Un sobrio traje negro de pantalón y una blusa blanca son suficientes. Y la melena rubia, como siempre, quizá algo más corta de lo habitual. Pese al bastón, no ofrece una imagen desvalida. Todo lo contrario. Su presencia sigue siendo rotunda, turbadora, fascinante. Como la voz, poderosa y en plena forma, interpretando canciones de su último disco de estudio, 'Give my Love to London', y canciones que ya son clásicos indiscutibles como 'As tears go bye', 'The Ballad of Lucy Jordan' o 'Sister Morphine'. 
Viendo este concierto, resulta inevitable recordar aquel otro que ofreció en Gijón, en el teatro Jovellanos, hace ya algún tiempo. A escasos metros de su cuerpo, tenías la sensación de estar delante de una leyenda. Ya sé que son palabras que remiten al tópico, pero es rigurosamente cierto. Ocurre, pese a las palabras que remiten al tópico, pocas veces. Leyendas auténticas, no nos engañemos, van quedando pocas. Ahí estaba la Marianne jovencita, la de los excesos, la mujer madura, la trabajadora incansable, la rubia intensa. Y todo lo vivido detrás de cada una de esas etapas. Ahí, sobre el escenario del Jovellanos, casi al alcance de la mano temblorosa (por la emoción). El mismo atuendo, la misma melena rubia (quizá un poco más larga), la misma voz, casi las mismas canciones. Tan lejos, tan cerca, Marianne. 
Como esas personas que el destino o la muerte nos arrebataron y que, al hilo de su voz y sus historias, regresan por unos instantes a nuestro lado convertidas en pálidas, inofensivas sombras fantasmales.  
Tan lejos, tan cerca, Marianne, de aquellas primeras noches, de estas últimas. La mano, al escucharla, tan temblorosa como al principio, unas líneas más arriba y antes. Iremos envejeciendo, sí, pero ese temblor de la mano acaso nos indica que las cosas van más despacio de lo que pensamos.

viernes, 21 de octubre de 2016

Días de...

Ayer se celebró el Día de la Espondilitis Anquilosante. Mi madre padece esa enfermedad desde hace nueve años. Es una enfermedad muy dura, dolorosísima, que afecta a los huesos y a las articulaciones. Los periodos de dolor van y vienen a su antojo. Cuando se presentan, lo hacen con toda su intensidad. Las articulaciones dejan de funcionar e inmovilizan partes de su cuerpo. Caminar de una habitación a otra de la casa supone el más terrible de los esfuerzos. Este año, sobre todo de abril a agosto, ha sido tremendo. El tratamiento inicial dejó de funcionar. Había que cambiarlo y hubo que esperar al mes de agosto (colapso en la consulta, imposible adelantar la cita, por mucho que se intentó). A partir de ahí, con una nueva inyección mensual, las cosas mejoraron sustancialmente. No hay dolor. Alguna pequeña molestia, algún día, pero eso es inevitable. Con todo esto quiero decir que los Día de... deben servir para algo más que para ponerse un lacito o recordar con pena a los enfermos (mañana podemos ser cualquiera de nosotros los que padezcamos ésta o cualquier otra enfermedad incurable: no conviene olvidarloconcienciar a los políticos sobre el dinero empleado a la sanidad y a la investigación. Si no hubiesen existido esos medios, no se habría llegado a esa potente inyección que ahora es el alivio de mi madre (y de tantas otras personas). Concienciar a los políticos y concienciar a la sociedad para que no vote a esos políticos que deciden recortar en cosas tan fundamentales para la dignidad de las personas enfermas y de quienes las rodeamos. Que las palabras, como los lazos de colores que nos ponemos en las solapas, no se las lleve el viento. 

sábado, 15 de octubre de 2016

El dardo en la llaga

El otro día, en una librería de segunda mano, me encontré con un excelente libro de poemas de José Infante, 'El dardo en la llaga' (Ediciones Vitruvio). Poemas duros, veraces, críticos, sinceros, desgarradores. Poemas también de amor y de decepción, donde el condenado paso del tiempo marca el sentido de casi todas las palabras que los componen. Aquí, un ejemplo: 

Ahora, cuando regresas solo, cada noche,
te miras en el espejo, como siempre.
Sin disfraces, desnudo, desahuciado.
Pero ya no buscas al muchacho que fuiste
al fondo de tus ojos. Tampoco los desastres
que el tiempo ha ido fijando en tus facciones. 
Ni siquiera los restos de excesos cometidos
en la desesperanza de las horas perdidas. 
No. Ahora tan sólo deseas encontrar una señal, 
al menos un aviso, una pista, la prueba,
al menos un indicio seguro de que la muerte
no tardará en llegar a su esperada cita.

viernes, 14 de octubre de 2016

Cumpleaños

Nací el 14 de octubre de 1971. Dos días antes de ese día, mi abuela Virginia y una amiga vinieron de Mieres a Oviedo para ver a mi madre, cansada ya de acarrear con aquella tremenda barriga. Quizá para animarla un poco, le trajeron varias plantas. Con el tiempo, todas ellas, excepto una, murieron. La que sobrevivió aún está en la terraza de la casa de mis padres, aquí al lado. Florece en otoño y este mes, octubre, es, decididamente, su mes. Luce esplendorosa. Y ese esplendor, en este tiempo, contrasta con el resto de las plantas de la terraza, tan apagadas ya a estas alturas. Sobrevivió al calor, al frío, a las nieves y demás inclemencias del tiempo. A nuestros juegos. A los años. Ahí está, como una metáfora de todo este tiempo. El que me ha traído hasta aquí, hasta hoy, que cumplo 45 años. 

jueves, 13 de octubre de 2016

Sobre Dylan y su Nobel

Que sí, que me gusta mucho Bob Dylan, que es una figura imprescindible de la música, que sus canciones están llenas de poesía, que no nos cansamos de escucharlas, que se merece todos los premios de la música y de las artes, pero me voy a leer un rato a Margaret Atwood, que, dicho sea de paso, me gusta más que Oates, aunque no estuviese en las quinielas de este año. 

Y a todo esto, los libreros. Aparte de otras consideraciones sobre Dylan (músico imprescindible, Nobel fuera de lugar), ¿qué libros suyos van a vender? Me temo que poca cosa. Otros años, entre unas historias y otras (que si al premiado no lo conocía nadie, y bueno, venga, vamos a darle una oportunidad, a ver qué tal... Que si, aún siendo conocido, las editoriales desplegaban todo el arsenal y las Navidades siempre están cerca...), algún libro siempre se vendía. O bastantes, según los casos. Pero este año... No es por ser aguafiestas, es la pura y dura realidad.
Que librerías cerradas ya tenemos bastantes, desgraciadamente. 

miércoles, 5 de octubre de 2016

El payaso triste

Se ponía unos zapatones negros, una especie de camiseta de rayas alargada, una nariz roja y salía a la pista, que era el escenario de los payasos. A todos nos toca un papel en la vida y a él, durante años, le tocó ese, el del payaso triste. A principios de los 80, y durante unos cuantos años más, fue un circo próspero, con animales, trapecistas y todo aquello que entusiasmaba a los niños de la época. Ahora, por unas causas y otras, los animales no son bien vistos en estos espectáculos, las trapecistas padecen artrosis y él, entre dolencias y depresiones, ya no está para muchos trotes. En el fondo, agradece que el circo haya cerrado sus puertas definitivamente. Pasa muchas horas en la cama. Piensa en su mujer cuando era joven y no estaba enferma (el cáncer se la llevó el año pasado, pero ni siquiera la enfermedad pudo arrebatarle aquella sonrisa dulce y casi juvenil), en los hijos que no tuvieron (nunca los echó de menos hasta ahora), en los aplausos y las risas del público cuando resbalaba intencionadamente o recibía un tortazo del otro payaso en medio de la pista, ¿qué habrá sido de él? En fin, en los buenos tiempos. De los que sólo queda esa nariz roja que, encima de la mesita, justo al lado de esa pequeña radio que tanta compañía le hace, es como la luz de un faro, la única señal que le indica que aún está vivo. 

lunes, 3 de octubre de 2016

Las búsquedas de Soledad Puértolas

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Hace unos días, en un deteriorado deuvedé de la biblioteca pública,  vi una película en la que Tom Hardy hacía de un tipo, en apariencia, normal. Antes de descubrir que detrás de esa aparente normalidad se escondía alguien que era capaz de eliminar a cualquiera que se interpusiese en su camino con la misma frialdad con la que se ataba los cordones de sus propios zapatos, él, Tom Hardy, recogía un perro herido de un cubo de la basura. Me dije: ahí está el detalle, la clave. Cualquiera puede ser un asesino (aunque sólo sea, como en este caso, un asesino de hombres deleznables), hasta un tipo guapo que, tocado por un arranque de ternura, rescata a un pobre perro que algún sinvergüenza había maltratado previamente hasta dejarlo maltrecho. También pensé: ésa es la clase de detalles que uno encuentra en los cuentos de John Cheever, Raymond Carver, Alice Munro, John Fante o Soledad Puértolas. Todo parece normal. La vida fluye a su aire. Los asesinos con apariencia de tipos normales también pueden tener arranques de ternura, rescatar perros heridos del cubo de la basura. Y casi nunca nada es lo que parece en un primer momento.  
Eso es lo que ocurre en estos nuevos relatos de Soledad Puértolas, 'Chicos y chicas' (Anagrama). No hay asesinos, pero nada es lo que parece. En medio de la aparente normalidad, surge algo que lo trastoca todo. Una infidelidad, un encuentro fugaz, un hallazgo,  un detalle que hace su aparición como esas madejas de lana que se deslizan por el suelo... Todos ellos tienen el nervio de esas (buenas) películas filmadas cámara en mano. Sabes que algo va a suceder, de pronto, cuando menos te lo esperas, y puede que ese acontecimiento determine no sólo el relato sino la propia vida de la persona que lo protagoniza. Es raro vivir, lo sabemos. Raro y fascinante. Y Soledad vuelve aquí a recordárnoslo, con toda su sabiduría y capacidad de observación. 
A veces, estamos perdidos, desorientados, la vida es una cuesta interminable, y, de repente, un detalle lo cambia todo. Ese detalle que está ahí (la madeja de lana que se desliza por el suelo, tan visual) y que a la escritora jamás se le escapa. Nunca se despista. Sabe que ese detalle lo cambiará todo y lo atrapa con fuerza. En cada relato, tirando del hilo, escogiendo la palabra adecuada, desechando las demás. 
Dado el amplio y sobresaliente material, no sería justo decir cuál es el mejor libro de relatos de Soledad, pero sí se puede apuntar que aquí están algunos de los mejores que ha escrito a lo largo de su extensa y fructífera carrera. Y que vienen a definir a la perfección todos los temas que le interesan. El azar, las contradicciones que nos asaltan, las relaciones sentimentales, los encuentros inesperados y los desencuentros. Más aún que lo que somos, lo que buscamos. Lo que buscamos, sí. Eso que tan bien nos define. Aunque el destino cambie el rumbo de esa búsqueda en el momento más inesperado. 
Sinceramente, no sé a qué están esperando para darle el premio Cervantes. Pocas personas se lo merecen tanto como ella.