Ayer, mientras preparaba una cena ligera, me rompió un plato. Pese al engorro de tener que recoger todo aquello y alejar a Gena de allí -que enseguida se acercó maullando medio alocada, buscando algo que la sacase de su rutina-, el espectáculo era bonito. Una sucesión de diminutos cristales azules desparramados por el suelo de la cocina. No sé cómo un plato tan pequeño pudo desmenuzarse de aquella manera. Un golpe seco y, de pronto, aquel espectáculo. Cientos de cristales azules como aquellos que tintineaban en la película de Kieślowski o aquel mapa de fotografías rotas que aparecían en la de Almodóvar. Lo estuve observando un rato antes de recogerlo, encerrada ya la gata en otra habitación para evitar males mayores. Va a cumplir en breve siete años y tiene la misma energía que a los siete meses, qué gata. Quiere jugar y estar encima de nosotros a todas horas (quien dijo que los gatos, en general, eran ariscos no sabía bien de estos asuntos), pero nuestra vitalidad y estados de ánimo no son los mismos de aquel tiempo. Es lo que hay.
sábado, 29 de marzo de 2025
Un plato roto
Ahora la vida es más seria que entonces.
Si hubiese querido romper un plato para hacer una fotografía, no me hubiese quedado tan bien. No hice fotografía. No me acordé. Teníamos hambre. Recogí rápidamente los cristales (Gena ya estaba dando toques con las patas en la puerta de la habitación donde la metí), sabiendo que en cualquier rincón iba a quedarme alguno. Y así fue. La gata, ya en la cocina, lo encontró detrás del cubo de la basura y, como era de esperar, lo utilizó de inmediato como juguete. Brillaba en mi mano como una especie de extraño amuleto cuando lo recuperé y me deshice de él ante la cara de perplejidad y decepción de la gata, que ya estaba rodeando con sus largas patas mi pierna derecha, que es su manera de reclamar la comida blanda o de decir a ver qué pasa aquí. Seguro que encontrará en cualquier momento otro de aquellos diminutos pedazos de cristal azul. Parece que la estoy oyendo mientras escribo esto, aún de madrugada.
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