domingo, 28 de enero de 2024

Amaya Uranga

A mi madre le gustaba escuchar música. Recuerdo cómo sonaba alguna emisora musical cada vez que entraba en casa. También tenía cedés que le regalábamos en alguna fecha señalada o cuando sabíamos que le apetecía el último trabajo de algunos de sus artistas preferidos cerca de un pequeño aparato instalado en la cocina, al lado de la ventana, y que escuchaba según el momento y las ganas. De pequeño, la recuerdo alegre (siempre lo estuvo en realidad, pese a las enfermedades que llegarían después: y esa alegría vuelve a ser la mejor lección que nos dejó) con esas músicas. De esa época (mis ocho o diez años), viene mi admiración por Mocedades. Y, muy especialmente, como es natural, por su cantante. Amaya Uranga forma desde entonces parte de mi memoria musical. Me ha acompañado en buenos y malos momentos, en los grupos de los que ha sido la voz principal o en solitario. Una voz prodigiosa, unos temas míticos para los que nacimos a principios de los años 70 del siglo pasado, año arriba o abajo. En los viajes al sur, en la penumbra de la habitación, en la cocina con mi madre (en cualquier etapa de la vida, casi hasta el último momento), en las conversaciones nocturnas con algunas amistades que se han ido perdiendo por el camino. A veces duele escuchar determinada canción porque está asociada a cualquiera de aquellas horas tristes, alegres, ociosas, imprescindibles, mágicas... Irrepetibles. Sí, sobremanera pasados los cincuenta, todo lo que se vuelve irrepetible duele. Quema. Y mucho. Ahí estamos. Es inevitable. La felicidad de ayer forma parte del dolor de hoy, etcétera.

La otra noche, en Oviedo, el teatro Filarmónica se entregó por completo al grupo, El Consorcio, que se creó cuando Rosa León le propuso a Amaya, tras su paso por Mocedades y su breve etapa en solitario, formar una banda para cantar canciones antiguas. Todos los éxitos de Mocedades, que son muchos, los homenajes a Serrat, a Perales o a The Mamas and the Papas, nos hicieron vibrar. Como también nos hizo emocionarnos el modo en que los hermanos arropaban a la gran Amaya, hoy más frágil que ayer. Diosa indiscutible.

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