lunes, 13 de noviembre de 2017

Escritura

Me despierto. Suena una música de violín que no sé si procede del piso de arriba o del interior de mi cabeza. Si es así, si procede del interior de mi cabeza, comparte espacio con las voces de los personajes de mi nuevo libro de cuentos. Esas voces quieren salir de ahí y ocupar el espacio en blanco, tener su propia entidad. Cuando esto sucede, no hay más opción que preparar café y escribir. Lo haces: preparas café y escribes. En tu estudio, dadas las horas. Pero cuando estás en el proceso de escritura de un libro, te sirve cualquier sitio. Esa es la verdad. Una mesa, una incómoda silla de hospital o tus propias rodillas: cualquier lugar es válido para apoyar el cuaderno y escribir. Lo importante es que el cuento tenga un poco de música y un poco de sangre, como dice el maestro Eloy Tizón. Y aunque la música del violín ya ha dejado de sonar -probablemente procediese de mi propia cabeza, recuperándose del sueño-, surge esa otra a la que se refiere Eloy. Y la sangre está en la esencia misma de cualquier vida, de cualquier personaje. El secreto -creo- consiste en aplicar las dosis adecuadas. Y así comenzamos una nueva semana, avanzando hacia el invierno: arañando horas al tiempo para terminar el libro, para que esas vidas -femeninas, en su mayoría-, entre la música y la sangre, ocupen su propio espacio. Continuamos. 

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