martes, 12 de marzo de 2013

Incógnitas

Descubro el rostro del muchacho cuando levanto la cabeza del libro que estoy leyendo. Es un muchacho joven, quizá no ha cumplido los veinte aún, y tiene los ojos llorosos. De vez en cuando, se lleva la mano a la frente, en un gesto de cansancio o de agobio excesivo, apartando un sudor inexistente. A su lado, una chica, más o menos de su edad, tiene la mano puesta sobre su pierna derecha, intenta consolarle. Al otro lado, un señor mayor tiene la mirada fija en la puerta por donde, de cuando en cuando, sale una enfermera preguntando por los familiares del enfermo al que están examinando los médicos. Sí, estoy en Urgencias. Mi madre también está dentro, siendo examinada por los médicos, una vez más. No quiero fijarme con descaro en esas tres personas que tengo enfrente de mí, pero, aunque vuelvo al libro, ya no puedo concentrarme en él. La imaginación empieza a volar. ¿A quién estarán acompañando? Posiblemente, a la madre del muchacho, a la esposa del hombre que mira fijamente hacia la puerta por donde sale la enfermera (bajita, risueña, amable). La chica es, con toda probabilidad, la novia del muchacho. Está extremadamente delgada y lleva un vestido muy ajustado, rojo, poco apropiado para estas horas de la mañana. Un grueso crucifijo de plata que está colgando de su cuello con un cordón de tela negra destaca con fuerza sobre su pecho. El mismo color -negro- del que están pintadas sus uñas. No va maquillada, aunque lleva los labios muy pintados, también de rojo, que destacan poderosamente en esa piel tan blanca. Parece enamorada. Su gesto y sus ojos tienen la fuerza de los primeros amores. De esos amores que piensas que van a ser eternos. Quizá tengan suerte y así sea. Quizá, cuando empiece el verano, la historia de amor ya se haya acabado. No quiero ser aguafiestas. Quién sabe lo que sucederá. Pienso que el muchacho es demasiado joven para ser hijo del hombre que está a su lado. ¿Será su abuelo? ¿O quizá el muchacho se trate del hijo pequeño, el que ya no se planteaban tenerse, el que llegó inesperadamente? Sus hermanos quizá estén trabajando y no les hayan dado permiso para salir antes. Quizá no vivan ya en esta provincia. Sí, posiblemente se trate de eso. Tal vez estén en Londres o en Madrid, esas ciudades a las que tuvieron que irse por falta de oportunidades. El muchacho parece llevar el peso de la responsabilidad (el padre continúa con la mirada ausente, perdida), pero el dolor le desborda. Ni siquiera el consuelo de su novia es suficiente. Sigue llorando. Cada vez tiene los ojos más enrojecidos. Sale la enfermera (bajita, risueña, amable) y pregunta por los familiares de una persona. No se trata de mi madre. Tampoco del familiar (¿se tratará realmente de la madre del muchacho, de la mujer del hombre con la mirada perdida?) de esas tres personas que tengo enfrente de mí. Hay más gente en esa sala de espera. Gente que entra y que sale, que cuchichea, que tiene cara de preocupación y de sueño, pero yo sólo puedo centrarme en esas tres personas, en la historia que puede haber detrás. Pero disimulo y vuelvo al libro. Leo. O lo intento. De repente, por esa puerta que el hombre no deja de observar ni un solo momento, aparece mi madre. Viene caminando con su paso renqueante; la cara, sonriente. No tiene que quedarse ingresada. Qué alivio. Meto el libro en la bolsa y nos ponemos el abrigo. Antes de salir a la calle, la enfermera aparece de nuevo. Ahora sí, dice el nombre de una mujer. Las tres personas que estaban sentadas enfrente de mí (el hombre, el muchacho, la chica) se acercan a ella, a la enfermera (bajita, risueña, amable), pero nosotros ya los hemos dejado atrás. La incógnita se queda ahí.

3 comentarios:

  1. Salas de espera en hospital...Qué de sensaciones traen a la mente tus palabras.Cómo a través de ellas se reviven momentos y recuerdos. Siempre magistral en tus comentarios. Gracias.

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  2. La vida que corre dentro de las salas de espera de los hospitales, paralela a la propia vida, contiene la narración de esas historias cotidianas, tristes o esperanzadoras, que alguna vez todos hemos vivido de manera puntual.

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  3. No hay nada mejor para atenuar la espera que un buen libro, lo malo es cuando el individuo de tu lado se empeña en retransmitir por el móvil sus últimas hazañas, qué espanto... yo vine una vez de Madrid a Oviedo en el Alsa y una chica vino todo el rato contando a otra por el tfno sus peripecias en Ibiza.
    Son fantásticas las salas de espera cuando en ellas hay silencio, respeto ante el dolor o la preocupación del otro, recogimiento... Yo también observo la realidad que me rodea y muchas veces, las historias que imagino van más rápido que la vida misma.

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