lunes, 18 de marzo de 2013

Apunte sobre Buenos Aires

Tumbados sobre la hierba, bajo un sol de invierno que apenas calentaba, descansábamos después de las largas caminatas y aguardábamos la llegada de las madres de la Plaza de Mayo. Al fondo, imponente, la Casa Rosada. Y a nuestro alrededor, también sobre la hierba, hombres y mujeres leían libros y periódicos y comían con cierta premura un bocadillo o una pieza de fruta. Algunos jóvenes, con el ímpetu propio de su edad, hacían numerosas fotografías. Con los ojos cerrados durante unos instantes, el clic de aquellas cámaras, era el único sonido que llegaba a nuestros oídos. Poco a poco, como cada jueves desde hace tantos años, fueron llegando aquellas mujeres. El pañuelo en sus cabezas, las pancartas en las manos, los pasos lentos y algo torpes en algunos casos. Y el cansancio acumulado en la mayoría de los rostros. No se trataba de ese cansancio que aparece en nuestra cara tras una larga jornada de trabajo o de juerga. No, se trataba de otra clase de cansancio: de ese que fija el tiempo en nuestros rostros cuando las cosas no han ido demasiado bien en muchos años, cuando el sufrimiento deja su huella en la piel en forma de gruesas arrugas y rasgos que apenas conservan las líneas de un pasado más o menos esplendoroso, cuando a la esperanza le queda un tris para perderse. Las Madres de la Plaza de Mayo. Aquellas mujeres comenzaron a caminar, a dar vueltas alrededor de aquella emblemática plaza. Y en la boca de nuestros estómagos, empezamos a sentir un batiburrillo de nervios, de sensaciones, de emociones. Las huellas de un pasado terrible que aún seguían allí. La voz de los humillados, de los desaparecidos: ese eco lejano que venía hacia nosotros casi como si se tratara de una película en la que sólo pudiese escucharse un sonido, ese sonido, todo el rato. Las preguntas sin respuesta (o con una respuesta que se resiste a tener cabida en el pensamiento), las explicaciones que no llegan. La dignidad de unos pasos callados. La fortaleza de unas manos deformadas por las enfermedades que siguen empuñando sin descanso y reclamando justicia. Todo eso sentimos, sí. En algún rincón de la conciencia. En algún rincón. Bajo aquel tibio sol que ya desaparecía. En un silencio que ninguno de los dos nos atrevíamos a romper. En ese silencio que uno, con el tiempo, acierta a comprender.

 

2 comentarios:

  1. No tengo palabras... Este es uno de los relatos más bonitos que para mi gusto has escrito, lleno de una sensibilidad muy bien plasmada. Gracias por escribirlo, Ovidio.

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  2. Siempre digo que el viaje de mi vida fue el que hice a ARGENTINA. Y con tus palabras he vuelto a revivir los momentos pasados en la Plaza de Mayo, sensaciones a flor de piel que vuelven a mí a través de tus palabras. Gracias.

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