sábado, 30 de marzo de 2013

Iba yo a comprar el pan

Iba yo a comprar el pan, como decía Umbral en aquellos memorables artículos. Me había levantado temprano, había escrito varias páginas de la novela y había dado un paseo de algo más de una hora por la ciudad casi desierta. Viernes Santo. De repente, de regreso a casa, descubrí un nuevo local, una panadería que, oh milagro, se había inaugurado sólo unos días atrás. Una de esas pequeñas tiendas con encanto. Con el escaparate repleto de bizcochos, panes de diferentes tamaños, empanadas, bollos de chorizo o de queso cabrales, casadiellas, coletas dulces, pastelillos... Todo con una pinta estupenda. Entré. La dependienta -una chica joven y agradable- estaba atendiendo a una mujer, que ya tenía en el interior de la bolsa lo que supuse, por el tamaño y la forma, una empanada. Diez con cincuenta, dijo la muchacha. La mujer, de unos sesenta y pico años, con un estilo -en la ropa y el peinado- a lo Esperanza Aguirre (para entendernos), pero con ciertos detalles modernos que se ponen ahora muchas mujeres que se visten así, de modo clásico: un anillo vistoso y de colores, un bolso con algo excéntrico, unos zapatos que contrastan con el resto del atuendo, aunque el contraste no resulte necesariamente negativo. La mujer, que rebuscaba el dinero por su bolso, se echó las manos a la cabeza. Por favor, exclamó. ¡Esto es lo que no soporto de esta crisis! ¿Por qué me tienes que cobrar esos cincuenta céntimos? Quítamelos ahora mismo. La dependienta dijo que ella no podía hacerlo, que era simplemente eso, la dependienta y que tenía que cobrar escrupulosamente los precios estipulados. Luego, en complicidad, su mirada se dirigió a la mía, que le respondí de la misma manera cómplice, sin decir nada, y pidiendo mi barra de pan para que aquella mujer fuera apurando su discurso, aligerando. Nada. La mujer erre que erre, empecinada en los cincuenta céntimos, recordándole todo lo que le había comprado en los últimos días -que si una coleta, que si varias barras de pan, que si...-, como si por eso tuviera derecho a una rebaja impuesta por ella misma. La dependienta, sin perder jamás la educación ni la paciencia, esperaba que terminase aquella historia y sacase del bolso los malditos cincuenta céntimos. Ay, por dios, exclamó la mujer, ya medio atolondrada: no los tengo. Me tienes que cambiar un billete, fíjate tú, añadió, cambiar un billete de diez por cincuenta céntimos. Increíble, pensé. Esto es increíble. Le entregó el billete y la dependienta le dijo que tenía que darle el cambio en monedas sueltas, que no tenía billetes de cinco. La mujer volvió a la carga, medio loca. ¡Por dios, por dios, por cincuenta céntimos!, exclamó. Espera, nena, espera, dijo. Voy a ver si mi hijo (que estaba fuera) los tiene. Una barra de pan poco hecha, por favor, repetí, aprovechando la ausencia de aquella mujer tan sumamente pesada. Antes de que la dependienta pudiese atenderme, entró de nuevo. No los tiene, refunfuñó. Y se puso de nuevo a revolver en su bolso, del que fue sacando los cincuenta céntimos en monedas pequeñas. Toma, toma, decía con retintín. La anécdota se estaba convirtiendo en pesadilla. El punto zen que llevaba desde primeras horas de la mañana se estaba desmoronando a pasos agigantados, al ritmo de la desfachatez de aquella mujer. La dependienta me entregó el pan (que tenía mejor pinta antes de probarlo que después de hacerlo, todo sea dicho de paso) y salí a la calle, respirando hondo, aliviado. A mi lado, la mujer seguía con la historia, contándosela a su hijo, que miraba hacia otro lado con cara de pocos amigos. Eché casi a correr para alejarme de ellos, pensando en aquellos tiempos en los que en los días de fiesta no había pan y nos comíamos, tan ricamente, el que habíamos comprado el día anterior, ay.

2 comentarios:

  1. Bueno, a veces no está tan mal eso de mirar al pasado.

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  2. Iba yo a por paracetamol y me encontré a una señora jubilada bien de Oviedo, recriminando a la farmacéutica que a ella le cobrará los medicamentos y a la joven de su lado no (tendría entre 40-50 años con un aspecto demacrado y deteriorado evidente). Se generó una situación desagradable entre ambas y tuvo que intervenir la boticaria diciendo que la “joven” tenía una enfermedad muy grave. La jubilada rezongando sin cesar, no paraba de pregonar que ella pedía en misa todos los días salud para todo el mundo. Como remate con toda su cara pregunta qué tipo de enfermedad tenía la otra mujer, para ponerse así contra ella. Le tuvieron que recordar que existe la confidencialidad y el secreto profesional. ¡Bochornoso!

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