miércoles, 27 de febrero de 2013

Mi padre y yo

Nos vamos agarrando a la vida lo mejor que sabemos, lo mejor que podemos. A veces no hay demasiadas alternativas. Los caminos rara vez son fáciles. Más aún en estos complicados e interminables tiempos. Nos vamos agarrando a la vida lo mejor que sabemos, lo mejor que podemos, ya digo. Como nos van dejando. Así vamos escribiendo nuestra propia historia personal. Trazando la senda con endebles o con férreos pinceles, según el momento y las circunstancias. Cruzando las piedras. Intentando no caer al agua, resbalar en el hielo. Aferrándonos a lo que tenemos. A lo poco que nos va quedando. Mis padres, por ejemplo. Los dos. Esta semana mi padre cumple sesenta y nueve años. Tiene la cabeza en su sitio, las piernas le permiten caminar tanto como desea. No fuma, no bebe más que algo de vino con las comidas. Está estupendo. Hace teatro. Lleva haciéndolo desde que se jubiló. Detesta las injusticias. Ahora está colaborando con Cáritas. Le gusta ayudar a todo el mundo, en la medida de sus posibilidades. Y también le gusta polemizar, buscarte las cosquillas. Nos llevamos bien. Se lleva bien con todo el mundo. También con Íñigo. Estuvo en nuestra boda. Al principio, le costó un poco aceptar nuestro matrimonio -ay, la educación franquista que sufrió este país-, pero estuvo allí, aquel día de abril, al lado de mi madre, en primera fila. Ese día pasaron por mi cabeza muchas cosas. Recordé aquella vez que, en el colegio, estando en cuarto o quinto de E.G.B., el profesor de dibujo había decidido colgar los dibujos de los alumnos en los pasillos que conducían a las clases. Pues bien. Uno de aquellos energúmenos con los que compartía aula, pusieron en mi dibujo, al lado de mi nombre, la famosa palabra, en letras bien grandes: Maricón. Mi padre, casualmente, había ido a hablar uno de aquellos días con los profesores (que ya habían visto, tanto ellos como los curas, el añadido al dibujo y pasaron olímpicamente de borrarlo o de hacer algo al respecto) y lo vio. Y lo borró. No sé cómo lo hizo (habían escrito la dichosa palabrita con rootring), pero lo hizo. Al llegar a casa, nos lo contó. Yo guardé silencio. Algún bromista, susurré. Era la época en la que no quería decir a nadie el tormento que estaba sufriendo en aquel colegio, ni siquiera a ellos, a mis padres, por temor. No sé qué tipo de temores rondan en la cabeza de un niño de diez u once años, pero sí sé que lo hacen, que rondan por su cabeza, y lo hacen con fuerza. Recordé esa historia el día de mi boda, pero no le dije nada a nadie, ni siquiera a Íñigo. Imaginé a mi padre borrando aquella palabra. Y pensé que nunca, pese a todo, llegaría a saber lo que había pasado: todo aquel sufrimiento innecesario. Quizá él, mi padre, el día de mi boda, recordó aquella anécdota también. No lo sé. Nunca me volvió a decir nada sobre ella. Lo único que importaba aquel día era que estaba allí, a nuestro lado. Como el buen padre que es. Como está siempre que las cosas no van bien. Como ahora. Esta semana celebramos su cumpleaños, un año más. Y los que vengan. Aunque, como siempre, él refunfuñe porque no quiere hacerlo.

4 comentarios:

  1. Las raíces... Lo que somos... Esa sangre que nos une a la tierra y de la que es imposible soltarnos. Como siempre un lujo leerte.

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  2. ¡Cuánto sufrimiento silencioso,solitario e inútil!Me ha emocionado tu relato y he sentido rabia porque todavía hay por nuestro mundo mucho energúmeno suelto, insensible y con el corazón de piedra. Un abrazo

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  3. Ojalá tu padre hubiera podido borrar de tu mente como en el dibujo, esos recuerdos de infancia tan dolorosos. Cuando leía esos pasajes en el colegio tan duros en tu novela, no me quitaba de la mente lo que hubieran dado tus padres por evitarte ese sufrimiento tan intenso. Eres un superviviente a la ignorancia del entorno, enhorabuena.

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  4. Qué buenos los padres, qué buenos cuando aceptan a sus hijos y dejan de buscar en ellos reflejos de si mismos.
    Qué suerte poder disfrutarlos, el mio hace, en este mes que está entrando ya mismo esta noche, 75 años, qué suerte tenerlos pero qué díficil aceptar que se hacen viejos...

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