La mujer se despertó y miró al hombre que dormía a su lado. ¿De quién se trataba? ¿Cómo había llegado hasta allí? Las mismas preguntas de todas las mañanas de sábado de los últimos tiempos. Aquella habitación, cuya clásica decoración en nada se parecía a la suya, le daba vueltas y más vueltas. Tenía la garganta seca, un intenso dolor de cabeza y ganas de vomitar. Descubrió su imagen en un horrible espejo situado enfrente de la cama y soltó un pequeño grito. No recordaba que la tarde anterior, después de salir de la oficina, se había ido a la peluquería que acababa de abrir enfrente de su casa y se había cortado toda la melena. Qué estropicio, musitó. Su rostro demacrado tampoco contribuía a ensalzar demasiado aquel extraño y asimétrico corte de pelo. Una mujer con un peinado muy similar al suyo la miraba desde una fotografía en blanco y negro enmarcada en ostentosa plata. A su lado, sonriente, el hombre que estaba ahora a su lado en la cama la rodeaba con sus brazos. Era verano y parecían felices. Qué cabrón, murmuró. Se levantó despacio y se vistió deprisa con aquella ropa que apestaba a noche atrasada. No encontró el cinturón. Aquel pantalón, sin él, sin aquel ancho cinturón que había comprado el verano anterior en Ibiza, le quedaba bastante holgado. Como casi toda la ropa. Desde que su marido se había marchado, seis meses atrás, había perdido casi diez kilos. A ratos, aún seguía buscando las razones por las que se había largado. El sonido de sus altos tacones sobre la madera recién pulida del suelo hizo que el hombre se despertase. Miró, acelerado, el reloj de su mesilla y le dijo, al tiempo que saltaba veloz de la cama y abría las ventanas del cuarto de par en par, que tenía que marcharse ya. Ella lo miró con más cara de pena que de asco y salió de aquella habitación. Recorrió el largo pasillo, esquivando numerosos juguetes, muñecos y libros infantiles, y abandonó el piso. Al llegar a la planta baja y abrir el ascensor, mientras sacaba del bolso sus oscuras gafas de sol, dió los buenos días a la mujer que hablaba con la portera y que mandaba callar a tres niños -dos niños y una niña- repeinados y vestidos iguales que no paraban quietos. Hemos tenido muy buen tiempo, decía alegremente a aquella mujer gordezuela que se empeñaba en sacar todo el brillo al dorado de la puerta. Tampoco a ella le favorece nada este peinado, pensó. Salió a la calle, donde lucía un sol furioso, con la firme promesa de no volver a cortarse el pelo así nunca más.
magnífico, inquietante, lo mejor para una tarde de verano....
ResponderEliminarPrecioso texto. Acabo de llegar a este rincón, he leído algo y ya me ha enganchado.
ResponderEliminarCon tu permiso, seguiré por aquí.
Un saludo