Maruchi, una de las hermanas de la legendaria Casa Puyo, acaba de morir. Era una mujer despierta, delgadísima, cariñosa, irónica, graciosa, trabajadora incansable, buena gente (como todos los miembros de esa casa, mujeres en su mayoría), gran madre. Besos sonoros en las mejillas cuando íbamos a comer a su restaurante, simpáticas y jugosas anécdotas de su infancia o de la tuya (o de la gente que visitaba el local: Victoria Abril, por ejemplo, cuando estuvo por aquí rodando 'Los jinetes del alba', hace ya muchos años), generosa en unos helados de copa que ella preparaba como nadie y que hoy ya no se ven en ninguna parte, entregada por completo a un trabajo que realizaba a la perfección y a una hija, Reyes, que tanto la necesitaba. Tenía una voz grave (un poco a la manera de Bea Arthur, la emblemática Dorothy de 'Las chicas de oro') que hacía inolvidables aquellas anécdotas que antes mencionaba y una mano huesuda que lanzaba al aire cuando no quería seguir hablando de algo, tema zanjado. Y así, con un pelo negro y revuelto y unas faldas y complementos de leopardo, se alejaba por el comedor (del comedor a la cocina, estancia de visita obligada nada más llegar, más besos sonoros) en busca del siguiente plato. Cuando comer fuera de casa -entonces, ahora- era una fiesta.
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