Grace Jones, que acaba de cumplir 77 años, es salvaje, atrevida, descarada, sensual, misteriosa, divina. Y un tanto maleducada, si atendemos a la famosa entrevista donde el presentador le dio la espalda para charlar con otro invitado y ella empezó a golpearlo sin control. Modelo, actriz, compositora, cantante. Por la memoria de los vídeos revisados de Studio 54, se muestra rotunda bailando y cantando con una larga falda brillante y los pequeños pechos desnudos, rodeada de hombres semidesnudos, que, posiblemente, tras apagarse la cámara, el semi desaparecería por completo de la ecuación. Otros tiempos que, a veces, rompen este presente tirando a pacato -pacato, realmente, para qué engañarse- pulsando de nuevo la función de inicio. Y ahí vuelve a estar Grace. Como lo estaba en aquel piso parisino compartido en los inicios -ya muy lejanos- con Jessica Lange y Jerry Hall. Menuda tela para mitómanos.
No sé muy bien las razones, pero la imagen de Grace Jones suele evocarme las fotografías de Robert Mapplethorpe. Aquellos cipotes desmesurados y aquellas flores bellísimas. Supongo que esa mezcla de dureza y fragilidad también está en la actriz y por eso me vienen a la cabeza aquellas fotografías geniales, irrepetibles, que tuve ocasión de ver en una exposición en Madrid hace algunos años y otra en Gijón hace muchísimos más.
Pura carnalidad, puro lirismo. Y esa peligrosa dosis de divismo que, cuando se traspasa más de la cuenta, puede dar en conflicto. Quizá la edad haya conseguido calmarla.
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