lunes, 24 de septiembre de 2012

Una cena en Roma

Ahí están, las primeras manzanas de la temporada, en una bolsa de papel marrón. Verdes, jugosas, un poco duras y un poco ácidas, como a los hombres que ahora las están comiendo les gustan. Los dos hombres están sentados en el banco de un parque, al atardecer. El cristal de un edificio cercano refleja sus rostros: algo cansados por todo lo que está ocurriendo, porque no se ve el final del túnel, porque ni siquiera se intuye ese final ni aparece una trémula luz, un atisbo de esperanza, una mano tendida. Acaban de ver la última película de Woody Allen, "A Roma con amor", y les ha gustado. Hay gente que espera que cada nueva película del director neoyorquino sea una obra maestra, y tampoco es eso. Woody ya tiene unas cuantas obras maestras en la historia del cine. Se trata de una película deliciosa, ligera, entretenida, con unos actores espléndidos, un guión con importantes hallazgos (el personaje de Alec Baldwin, por ejemplo) y plagado de sus míticas obsesiones y esa ciudad, Roma, que aparece tan hermosa como realmente es. Evadirse durante dos horas, volver a pasear por esas calles, escuchar diálogos divertidos e inteligentes, ver a unas fabulosas Judy Davis y Penélope Cruz, ¿hay que pedir más? Hay gente que lo hará, que pedirá más. Los dos hombres que ahora comen una manzana, sentados en el banco de un parque, se conforman con eso hoy. No consideran que sea poco. Ver una buena película, comentarla después, comer una manzana sabrosa, disfrutar de un cálido atardecer, dejar los problemas a un lado. Lo verdaderamente significativo de la vida está ahí, en esos pequeños gestos, en esos pequeños placeres. A estas alturas de sus vidas, los dos hombres saben eso. Sí, si algo saben es eso. En imaginar, también, que, después de la manzana, pudiese venir una cena en Roma, como las que salen en la película, como aquellas que ellos, los dos hombres, disfrutaron tiempo atrás, al comienzo de su relación. Recordar eso, aquellas cenas, aquellas charlas tranquilas alrededor de un suculento plato de pasta y una buena botella de vino, también los hace felices. Pueden decirlo: estuvieron allí. Y disfrutaron de ello. No todo el mundo podrá decirlo. Qué duda cabe que los buenos recuerdos ayudan a conforman el presente. Y los otros, los malos, aunque mejor es no traerlos a colación demasiado a menudo, también. No se trata de nostalgia, sino de otra cosa. Se trata de haber vivido, de haber sabido hacerlo, pese a lo complicado que a ratos resulta estar aquí, vivir. Se ha levantado un brisa fresca, agradable. Los dos hombres acaban de terminar la manzana. Uno de ellos recuerda el final de "La flor de mi secreto", aquella escena en la que Marisa Paredes, más fabulosa y Gena Rowlands que nunca, le dice a Echanove: "Dame una copa y yo haré que hoy sea Nochevieja", evocando así el final de "Ricas y famosas", de George Cukor. El hombre recuerda esa escena que ha visto tantas veces y se la reproduce al otro hombre. Y luego le dice: "Abre una botella de vino y yo haré que parezca que la cena de hoy transcurre en Roma". El otro hombre se ríe, sabe que es capaz de hacerlo. Y, juntos, se dirigen a comprar la botella de vino, escuchando el murmullo de las hojas de los árboles mecidas por el viento. Escuchando sólo eso.

2 comentarios:

  1. Empezar así el día, con relato tan emotivo, hace que se te olviden todas las preocupaciones. Gracias por regalarnos ese momento.

    ResponderEliminar