Quitarse el sombrero. Siempre me ha parecido una expresión elegante y significativa. Quitarse el sombrero ante personas a las que admiras, antes personas que han influido de alguna manera sobre tu manera de enfocar la vida cotidiana o el trabajo. Eso es lo que hace Elvira Lindo en su último libro, '30 maneras de quitarse el sombrero' (Seix Barral). Se lo quita 29 veces ante diferentes artistas -mujeres, en su mayoría-, y la última, para completar el número que señala el título, más que quitarse el sombrero, lo que hace es enfrentarse a sí misma -ante el espejo, ante el papel, ante los lectores- en un autorretrato, entre melancólico y humorístico, entre la reflexión, la confidencia y las anécdotas, que se detiene en aspectos importantes de su vida y de su obra. Aspectos como el sentido del humor, la corrección política que a veces conduce al ridículo más absoluto (como es el caso de las traducciones de sus Manolitos en algunos países), la fragilidad de quien se dedica a contar historias y la necesidad, en definitiva, de sentirse querida, comprendida, arropada, respetada. Como esa actriz que, sola en un escenario, ofrece todo su talento y su sabiduría, y necesita finalmente, después de vaciarse, de entregarse por completo, el aplauso del público para compensar la magnitud del esfuerzo. Hay también mucha ternura en este autorretrato. La misma que desprende el dibujito de la propia autora que ilustra sus palabras. Lindo, por arte de magia y del carboncillo, convertida en cómica, aunque el tono se vuelva serio porque la vida, a ratos, también se vuelve así.
Muchas mujeres, como digo. Actrices, historiadoras, escritoras, fotógrafas... Todas ellas primeras figuras en sus respectivos oficios. Y en todas ellas, encuentra Lindo un rasgo que les otorga grandes dosis de humanidad. Ese detalle que revela que, junto al talento y al duro trabajo, hay una mujer que piensa, que siente, que se estremece. Que tiene sus dudas, sus problemas, sus contradicciones, sus anhelos, sus miedos. Mujeres a las que nadie les ha regalado nada, que han tenido que esforzarse mucho para sacar adelante sus proyectos, para no sentirse juzgadas por una vara más severa que la que juzga a sus colegas masculinos realizando el mismo oficio. O esa otra vara, igual de severa, con la que las personas con talento se juzgan a sí mismas. Escritoras enormes como Alice Munro, Margaret Atwood, Patricia Highsmith, Dorothy Parker, Carson McCullers o Edna O`Brien se codean aquí con María Guerrero, Mary Beard, Sally Mann (bellísimo es el retrato de esta fotógrafa) o ese Víctor Erice (también aparecen algunos hombres muy talentosos en el libro) que supo convertir en una obra maestra visual el valioso relato de la que fuera su esposa, Adelaida García Morales.
"No sé qué sería de mí sin el acto de admirar", escribe Lindo en uno de estos ensayos. El acto de admirar con humildad, podríamos añadir. Y así, escribiendo sobre esas personas admiradas, ha construido también una especie de autobiografía que recorre el trayecto que va desde que era aquella niña que imitaba a Raphael o a Camilo José Cela para agradar a su padre a la gran escritora en la que Elvira Lindo se ha convertido y ante la que, nosotros también, nos quitamos el sombrero con toda la elegancia de la que somos capaces.
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