lunes, 29 de septiembre de 2014

La isla mínima

No es una película cualquiera. Es una de las mejores películas que he visto en los últimos tiempos. Una película española, curiosamente. Toda esa gente que ataca indiscriminadamente al cine español (no importa de qué intérprete, director o historia se trate: el caso es atacar), debería ir a verla. "La isla mínima", de Alberto Rodríguez. La historia es sencilla. Dos hombres investigan la desaparición de unas jóvenes, en un rincón de mala muerte de este país, en los primeros años de la democracia. Ese argumento que hemos visto cientos de veces en películas (buenas y malas) y en series de televisión (buenas y malas). Sin embargo, la atmósfera creada, la tensión, la manera de llevar la historia, los intérpretes y la dirección hacen que se nos olvide lo trillado que, inicialmente, pueda parecernos el argumento. La historia te atrapa desde el momento mismo en que empieza la película. Te atrapa hasta el final. No desfallece en ningún momento. No hay tregua. No hay trampas ni tiempos muertos. El guión es muy sólido. No hay hilos secundarios que te despisten de la historia central. Todo está perfectamente amarrado. El escalofrío surge cuando tiene que hacerlo. Dos horas que transcurren en un soplo. Para ello, aparte de ese guión absolutamente perfecto, de esa dirección impecable, de esas localizaciones que se acoplan perfectamente a la historia que se narra, Alberto Rodríguez cuenta con dos intérpretes de excepción: Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez. Los dos están soberbios. Forman uno de esos dúos interpretativos tan sólidos que, ante cualquier premio, el trofeo debería ser repartido entre los dos. Se complementan. Se apoyan. Se necesitan. Dos maneras de entender la profesión que les cayó en suerte. Presente y pasado (presente y pasado también del propio país: ¡esos residuos franquistas!). Dos miradas que no pasan desapercibidas. Javier Gutiérrez se ha llevado el premio de interpretación del Festival de San Sebastián. Y se llevarán más, los dos, si hay justicia. Quizá su personaje, con los múltiples matices que esconde, sea más jugoso, más lucido. No obstante, no hay que olvidar la contención, los silencios y la mirada de Raúl Arévalo. El contrapunto. De ahí, como digo, que se trate de un poderoso trabajo a dos manos. Sus mejores interpretaciones hasta la fecha. Sin duda alguna.
Es una película española, sí. Una de las mejores que he visto en mucho tiempo. Fuera prejuicios (quien aún los tenga), por favor. Merece la pena entrar en la sala de cine, dejarse llevar por una historia dura y bien contada, recuperar la magia de aquellas primeras sesiones de los sábados o  de los viernes (los días de los estrenos). Salir del cine y, aún conmovidos, comentar la historia. Sintiendo aún el escalofrío y la emoción de lo que has visto.        

viernes, 26 de septiembre de 2014

En silencio

Un misterio. En eso se convirtieron los últimos años de su vida. Nadie parecía saber nada de ella. Estaba alejada por completo del mundo literario. Hacía casi quince años que no publicaba una novela. Su voz había surgido a principio de los años ochenta, con una novela corta, "El Sur", que su marido, Víctor Erice, convirtió en una película imprescindible del cine español. A principios de aquellos años, los ochenta, publicó unas cuantas novelas, todas ellas en Anagrama, la editorial que estaba dando a conocer la obra de autores tan importantes como Álvaro Pombo, Javier Marías o Soledad Puértolas (las tres voces -cuatro con la de Adelaida- más importantes de aquellos años, sin olvidarnos de la de Antonio Muñoz Molina, desde otras editoriales: cinco voces, por lo tanto, muy representativas). De hecho, por "El silencio de las sirenas" ganó el premio Herralde de novela, una de las mejores y de la que más orgullosa se sentía la propia escritora. El silencio, sí. No el de las sirenas, sino el de las mujeres. El amor. El desamor. Y ese sentimiento que está a medio camino entre la melancolía y la tristeza (o de la tristeza y de la melancolía), estaba presente en todas sus obras. También la infancia, la mirada del que aún no comprende muy bien todo lo que le rodea. "La tía Águeda" es un buen ejemplo de ello. Su prosa era sencilla (que no simple) y directa, y siempre escondía aquella grieta por la que se asomaba aquella tristeza, aquella melancolía. La misma que distinguimos al contemplar la mayoría de sus fotos, también las de aquella época, principios de los ochenta. Después de "Las mujeres de Héctor", cambió de editorial (pasó a Plaza & Janés y luego a Debate, donde publicó su dos últimas novelas: "El secreto de Elisa" y "El testamento de Regina") y los críticos señalaron un cambio en el rumbo de su obra. Quizá las nuevas obras no tenían la maestría de "El Sur" o "El silencio de las sirenas", pero sí tenían una calidad literaria y una  hondura que no merecían ser arrinconadas en el olvido. La soledad de las mujeres (muchas mujeres en sus narraciones), la incomunicación, el abandono... El amor y el desamor. Aquella eterna melancolía. Los cuentos de "Mujeres solas" o la novela "La señorita Medina" apuntan en esta dirección. La amistad entre mujeres, los secretos, los enigmas... De todo ello  había en su obra (que incluye también una novela juvenil publicada por Anaya, "El accidente", y varios cuentos publicados en diversas antologías). El misterio. Por alguna grieta también se colaba eso, el misterio. El de vivir, sobremanera. El que, acechando constantemente tras la grieta, también pareció apoderarse de su propia existencia. Hasta el final. Ya desde el olvido.
La vida, ya lo sabemos, es muy injusta en ocasiones. No sé si alguna vez su obra se reivindicará como, a mi modo de pensar, se merece. Más aún en estos tiempos donde todo va a demasiada velocidad y las cosas no pintan demasiado bien para la cultura (para casi nada, en realidad). Quizá no importe demasiado, después de todo. Las cosas son como son, y a veces resulta muy complicado cambiarlas. Supongo que siempre habrá alguna mente inquieta que tras la lectura de su obra más emblemática, "El Sur", se decida a leer todas las demás (siempre están las bibliotecas, ya que su obra está prácticamente descatalogada). Y sentir aquella punzada de melancolía, aquel modo de tratar de explicarse la vida, en tantas palabras como silencios.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Todos esos años atrás

Sobre el deseo, el rencor, el perdón, sí, sobre todo eso, tan humano (y, a veces, tan pesado, tan enrevesado), versa la nueva novela de Javier Marías. Estamos en Madrid, en 1980. Un matrimonio en decadencia, con múltiples conflictos y secretos, y el narrador, un chico que por aquel entonces tenía veintitrés años (aunque cuenta la historia desde el presente, mucho después de aquel tiempo en el que la gente de Madrid apenas dormía, como se apunta en el texto: el despertar después de cuarenta años de dictadura, la alargada sombra de aquellos cuarenta años -las tropelías, las injusticias, los abusos: muy presentes aquí-, los bares de moda que empezaban a surgir, los años de la famosa movida y todo aquello), que entra en la casa como ayudante del marido, director de cine en horas (más o menos) bajas. Se intuye una traición (algo terrible). Y el narrador, obedeciendo las órdenes del director de cine, se empeña en la búsqueda de esa traición. Podríamos decir que así da comienzo la historia. Donde están presentes muchos de los acontecimientos de la reciente historia de este país. Y no tan reciente. Se repasa buena parte de ese tiempo, el reciente y el menos reciente (de aquellos barros, ciertos lodos intolerables). Y algunos breves tramos de la historia del cine, sobre todo los referidos a secundarios conocidos y menos conocidos, de paso por aquí. En la investigación, empiezan a salir a flote datos, escenas imprevistas, extraños viajes al fin de esa noche madrileña, retorna el pasado y sus consecuencias y sus tropelías (la endiablada presencia de la guerra y de lo que vino después, aquellos cuarenta interminables años). Y en medio de todo ello, narrado con la maestría habitual de Marías, la historia de una mujer, la mujer del director de cine en horas (más o menos) bajas, Beatriz Noguera. ¡Qué gran historia la suya! ¡Cuántos matices, pliegues, recovecos, fragilidades! Sin duda, a mi juicio, es el mejor personaje femenino de la literatura de Javier Marías: por su hondura, por su miedo, por su inseguridad, por su dolor, por su complejidad, por su belleza. Los secretos surgen a la superficie. Las heridas se ponen al descubierto. Son trepidantes los tramos dedicados a ella, donde uno va sabiendo y queriendo saber más. Uno desea que esa mujer, Beatriz Noguera, no desaparezca en ningún momentos de las páginas que estamos leyendo. Tal es la fuerza del personaje. Lo que esconde detrás de un matrimonio en decadencia. Esa mujer, tocando el piano, destinataria de todos esos abrazos rotos. Y el silencio.
No sé si "Así empieza lo malo" es la mejor novela de Javier Marías: creo que eso poco importa a estas alturas. Difícil escoger entre tantas y tantas páginas excelentes, inolvidables. Sé que es una gran novela, donde historias dentro de historias encierran una narración potentísima y conmovedora. La existencia de un puñado de personajes que, ya que hablamos de cine, podrían ser material para una buena película. Con ese personaje central femenino sobre el que, más allá de secretos y mentiras y traiciones (acontecimientos terribles), giran los demás dominándolo, acaso sin querer, todo. Tan turbadora es su presencia. Como lo es, sí, la propia y deslumbrante novela.  

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Recordando a Capote

En el verano de 1988, se cumplían cuatro años de la muerte de Truman Capote. (Este verano se han cumplido treinta). Yo estaba a punto de entrar en la universidad y llevaba el pelo largo, mucho más largo de lo que lo llevo ahora. Muchas veces, por la calle, algunas personas, con mayor o menor disimulo, se daban la vuelta para mirarme. Algunas, incluso, murmuraban algo entre dientes y sonreían maliciosamente. Esta ciudad no era Nueva York, precisamente. Ni tampoco Madrid. Por decisión propia, trabajé durante un mes en el quiosco que estaba al lado de aquellos cines donde pasaba bastantes horas, cerca de mi casa y de la librería donde, mucho más tarde, trabajaría unos cuantos años. El quiosco donde compraba aquellas revistas que me interesaban y que  venían de la capital, no sin cierto retraso en ocasiones. Había revistas, había libros, ¿qué más podía pedir aquel joven solitario de larga melena? Allí le descubrí, a las pocas horas de entrar a trabajar. Era un ejemplar un tanto ajado por el sol que entraba por el escaparate de "Desayuno en Tiffany´s". En el tiempo libre que me dejaba el trabajo, leía aquella novela (y los otros relatos que componían el volumen). La leí varias veces. Todas ellas con el mismo entusiasmo. De repente, sólo tenía un deseo: escribir como aquel hombre. No se podía escribir de un modo más brillante, pensaba. Estaba deslumbrado por aquella literatura. Antes de que terminase aquel mes de trabajo (cubría las vacaciones de la dependienta habitual), empecé a buscar más libros de aquel autor. Leí todos los que estaban traducidos al castellano y algunos, con el diccionario siempre cerca, que no lo estaban. Y quería que cada página que escribía fuese como las suyas. ¿Qué escritor decente no soñó alguna vez con eso, con escribir como Capote?
A Truman Capote le hubiese bastado escribir un libro, "A sangre fría", para ser considerado un autor descomunal y llevarse todos los premios del mundo, Nobel incluido. Esa obra justifica una carrera entera. Pero Capote, incluso en sus momentos más decadentes (por así decir), era sublime. "Música para camaleones" es el título con el que ejemplificaría estas palabras. Perfeccionista y brillante, el retrato de Marilyn que realiza en ese libro es una pieza única, soberbia. Como el que hace de la mujer que limpia su casa. En dos pinceladas, refleja la fragilidad de la actriz como nadie supo hacerlo igual. Y la existencia de una mujer normal y corriente. Los dos rostros que recorren toda su obra: el de las estrellas que se mueven bajo los focos y el de la gente de la calle. En este último sentido, tendríamos que regresar a la historia de los asesinos de "A sangre fría" y a la de la familia asesinada. Es un retrato tan exacto y perfecto que el escalofrío vuelve a recorrer nuestra espalda cada vez que leemos ese libro monumental, donde no sobra ni falta una palabra.
Dicen que el éxito de aquel libro destrozó la vida del escritor. Vale. Comenzaron las fiestas, las obsesiones (Capote se obsesionó con los dos asesinos de un modo desproporcionado, como sabemos), la decadencia. Quiso emular a Proust y hacer una revisión de la vida neoyorquina. No pudo acabar aquel trabajo. El alcohol, las pastillas y las fiestas (la imagen del escritor bailando en Studio 54 o tumbado en uno de aquellos sillones, con el rostro abotargado, forma parte de la leyenda) pudieron más que la escritura. Murió cuando faltaba un mes de celebrar su sesenta cumpleaños, muy cansado y regresando -de alguna manera- a su infancia.
En aquel momento -el verano de 1988, cuando se cumplían cuatro años de su muerte-, aún no sabía que muchos años después me fotografiaría delante de la casa donde Truman escribió buena parte de su obra, en Brooklyn. En aquel momento, en el verano del 88, devorada la historia de Holly Golightly, yo sólo quería leer más cosas de aquel escritor que desde la primera línea me pareció absolutamente genial. Quería leer toda su obra y escribir como él. Quería seguir llevando el pelo largo y que nadie me juzgase por ello. Aunque, a decir verdad, ya a aquellas alturas, me daba igual que lo hiciesen que no. Llevaba el pelo largo porque me daba la gana, y punto. Sobre pocas cosas podemos elegir libremente y ésa es una de ellas. Oviedo no era Nueva York ni Madrid, etcétera...
Aquel verano, el del 88, no sabía, como digo, que muchos años más tarde, recién casado, me fotografiaría delante de su casa, la casa de Truman Capote, llegando a sentir una emoción casi tan intensa como la que me produjo leer por primera vez sus libros. Leerlos incansablemente, a lo largo de los años. Allí delante, en aquella tranquila mañana de mayo, con el pelo rapado casi al cero y una de esas suaves brisas que recorren su literatura, sentí que se cerraba una especie de ciclo. El que había comenzado el verano de 1988, descubriendo su obra. Un verano ocioso en el que todo aún estaba por llegar.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El concierto al que no fui

Me agobian mucho los conciertos que no tienen lugar en teatros o auditorios. No es algo nuevo. Ése es el motivo por el que no fui a ver el concierto que conmemoraba los cincuenta años de carrera de Víctor Manuel. Sin embargo, las imágenes del cantante, tanto en solitario como acompañado de su mujer y sus amigos, me traen a la memoria numerosos recuerdos. No en vano, sus canciones (como las de su mujer y las de la mayoría de sus amigos) son parte fundamental de la banda sonora de nuestras vidas. Recuerdo de aquellas lejanas tardes de la infancia, en Mieres, a la abuela Virginia, tan amante de la música como era, escuchando sus canciones. El hecho de que el cantante fuese de la localidad, le añadía un componente de inevitable cercanía. Era como si todos le conociesen. Todo el mundo parecía sentirse orgulloso de aquel chico que había nacido a dos pasos y que había triunfado en la música. Nadie hablaba mal de él. La abuela cantaba aquellas canciones que escuchaba en la radio o en la televisión, y nosotros la escuchábamos a ella. Cantarina y risueña. Feliz. Echándole un sentido positivo a la vida que, ahora, tantos años después, cuando me siento abrumado por algún problema, recuerdo y trato de aplicarme a mí mismo. Cantemos (aunque, a diferencia de la abuela, lo haga fatal), sí: ése siempre es un buen lema. Una estupenda manera de agarrar la vida.
En la adolescencia, ya entrados los años ochenta, seguíamos escuchando sus canciones, comprando sus discos. Me gustaban aquellos discos que sacaban conjuntamente, él y su mujer, Ana Belén, a la que adorábamos. "Para la ternura siempre hay tiempo" me parece un gran ejemplo de aquellos discos que realizaban mano a mano. Él componía y ella cantaba. O ambos cantaban. Estábamos descubriendo otras músicas, claro, pero las suyas seguían siendo un referente. Esa parte de la banda sonora de una vida que siempre está ahí, presente. Que nunca se aleja demasiado.
Tuve ocasión de verlo en directo, varias veces, siempre en recintos cerrados y con butaca de por medio. En el Campoamor, sin ir más lejos, donde tantos conciertos memorables tuvieron lugar. ((Me viene ahora a la cabeza aquel de María Dolores Pradera con Carlos Cano: otro momento excepcional). Siempre disfrutando de su música.    
Por eso, al ver las imágenes de los conciertos, me entró una especie de nostalgia. Repasando sus canciones uno viene a repasar partes esenciales de su vida. Las personas que ya no están físicamente a nuestro lado porque se han muerto y las que ya no lo están porque se han alejado. O las hemos alejado. Así es la vida. Y así son los domingos, leyendo los periódicos. Días apropiados para esa especie de nostalgia que te atrapa cuando ves una imagen o escuchas una determinada canción. Ese paso del tiempo tan presente en los rostros de los que participaron en el concierto no es más que un reflejo de nuestros propios rostros. Queda la música. Y la certeza de que, efectivamente, cincuenta años, como decía el titular no son nada. Un abrir y cerrar de ojos. Y muchas -muchísimas- imágenes que surgen a toda velocidad y perduran en nuestra memoria. Queda la música, sí. Y la escuchamos.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El balcón en invierno

El escritor empieza a redactar su nueva novela, la historia de un jubilado. No parece muy convencido con esas primeras páginas. A ratos, sí. Después de volver a leer esas palabras. En otros momentos, no. Parece cansado. Y decide salir a la calle, abandonar el cuarto de trabajo, entregarse a la vida que bulle en esas calles y cuyos sonidos, amortiguados, llegan hasta su rincón. Regresa enseguida. Vuelve a casa. Pero no a la novela que había comenzado a escribir, la del jubilado. Se queda en un lugar a medio camino: el balcón, "ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie ni a resguardo", y empieza a recordar. Cuando él y su madre se asomaban a otro balcón, mucho tiempo atrás. Ahí se inicia el libro, el último de Luis Landero, "El balcón de invierno". Los recuerdos de la ya lejana juventud, la relación con el padre (ah, la muerte del padre: uno de los ejes de esta narración) y con la madre, las primeras palabras escritas, los motivos por los que la escritura -desde entonces- ya no puede abandonarle. Un libro que no es el libro que el escritor había empezado a escribir, la historia de aquel jubilado. Es otra cosa. Un libro, probablemente, más sincero. Más emotivo. Sobre preguntas y emociones y hallazgos y viajes y diferencias y reconciliaciones. "Las voces del ayer sonando por un momento en la memoria con la misma nitidez que las campanas del reloj y los chillidos de las golondrinas". Un libro sobre la vida del escritor que empezó a redactar una novela sobre un jubilado que no le gustaba. Un libro en el que descubre los motivos por los que las palabras que escribe le otorgan un sentido a su vida. La escritura y la vida, que muchas veces vienen a ser lo mismo. O algo muy parecido.
Tras la magnífica "Absolución", Landero se refugia en el balcón de su casa. Ese balcón que le lleva a otros balcones, los que componen su recorrido vital. Y el resultado vuelve a ser excelente. Palabras detrás de las que se esconden años, experiencias, recuerdos, frustraciones, momentos de gloria. Y el vértigo por ese (inevitable) paso del tiempo que todos sentimos y que casi es un personaje más.  
El afán (cito de memoria) es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que eso conlleva, escribió Landero en su primera novela, "Juegos de la edad tardía". Una vez terminado de leer este último libro, es la frase que me ha venido a la cabeza. Ya lo sabemos: Hay frases tan certeras y contundentes que se clavan en la memoria y permanecen. Como también lo hará este libro, el que comenzó a redactarse después de abandonar la historia de aquel jubilado y asomarse a un balcón.  

sábado, 6 de septiembre de 2014

Otro verano en retirada

Nunca me han entusiasmado los veranos. Los únicos que me gustaban eran aquellos, los de la infancia, en los que la idea del viaje (sin ser consciente de ella todavía) estaba presente y donde todo aún estaba por determinar. Por descubrir. Recuerdo veranos enteros metido en salas de cine y bibliotecas frescas y con olor a humedad leyendo todas las obras de un determinado autor, el elegido para aquel verano. Era una especie de tarea que me imponía a mí mismo para huir del calor y de la soledad del adolescente solitario que fui. No lo pasaba mal. Todo lo contrario. Para las noches, tenía la radio, la lectura, la escritura y más películas. Películas proyectadas mientras la casa estaba en penumbra y todos dormían. No había problemas ni quebraderos de cabeza. El futuro estaba por delante. Y, en aquel tiempo, uno confiaba en que las cosas iban a salir del mejor modo posible. No había dudas sobre eso.    
Está a punto de acabarse otro verano. No ha sido el mejor de mi vida, precisamente. Pero no vamos a quejarnos. Vamos a encarar el otoño, día a día, ¿para qué plantearse las cosas a largo plazo? La vida es muy caprichosa, así que dejemos que nos sorprenda. Lo va a hacer, sorprendernos en uno u otro sentido, de todas las maneras, nos pongamos como nos pongamos. Que actúe a su manera. Como siempre hace.
Han pasado cosas buenas en este verano, también tengo que reconocerlo. Nuestras vacaciones en Alicante y en ese pueblo maravilloso de Asturias, Sevares, donde hemos pasado varios días gracias a la generosidad de los buenos amigos (las buenas amigas). Los amaneceres en uno y otro lugar. Las cervezas a media tarde, charlando. O leyendo. El regreso a aquella playa, la de San Juan, después de tantos años. El cúmulo de emociones que eso trajo consigo. De recuerdos. Compartidos con Íñigo, bajo aquellos cielos tan azules y siempre despejados. Aunque el vértigo que provocan los años transcurridos desde aquellos viajes de la infancia sea enorme, ahora está su mano y sus silencios cómplices para afrontarlo. Nos hemos reído con Araceli y su marido, siempre con ese vino que nos encanta cerca, compartiendo esas risas y los problemas que nos unen. Me gusta pasar la tarde con Araceli porque es una persona que te contagia su sentido positivo de las cosas, pase lo que pase. He conocido en persona a Sergi Bellver. Y no me decepcionó: todo lo contrario. Parecía que fuésemos amigos de toda la vida. Con la gente generosa (y más si compartes modos de ver la vida), siempre resultan fáciles las cosas. Y he presentado su libro, "Agua dura", cuya relato "Islandia" me sigue estremeciendo cada vez que lo leo (por ese motivo una de sus frases está entre las citas de mi nueva novela, a punto de llegar de la imprenta). Fue una tarde gloriosa, llena de amigos e interés por la literatura, que es una de las cosas que más me pueden entusiasmar. Sigo echando mucho de menos mi trabajo en una librería (aquella tarde, como tantas otras, fue inevitable pensar en ello), por eso, lejos de albergar resentimientos, me alegra hacer cosas así. Entre libros: ahí es donde soy verdaderamente feliz. Creo que la cámara de Íñigo jamás pudo captar una fotografía donde no se reflejase eso. He paseado mucho, como siempre. He paseado y he leído mucho. Los paseos me ayudan a despejar la mente, a no enmarañar los problemas. Mi madre va recuperándose poco a poco de ese terrible brote de su enfermedad. Y eso es verdaderamente lo único que me importa: su mejoría.
No ha sido el mejor verano de mi vida. Pero, pensándolo bien, tampoco ha estado tan mal.
 

lunes, 1 de septiembre de 2014

La chica que odiaba la costura

Tendría unos siete u ocho años cuando, desde la ventanilla del autobús que nos llevaba a aquel espantoso colegio de curas donde estudié, vi por primera vez aquellas dos palabras, entre contundentes exclamaciones, pintadas en la fachada de uno de los viejos edificios que nos encontrábamos de paso: "¡Rojos fuera!". Las dos palabras estaban escritas con pintura de color rojo, para más señas, y con gruesos trazos. Evidentemente, en aquel tiempo, con siete u ocho años, yo no sabía qué significaba aquello. He recordado esa imagen -el niño sentado en el autobús, observando la pintada en aquel edificio- leyendo el formidable libro de Pilar Aguilar Carrasco, "No quise bailar lo que tocaban". Aunque la infancia de la protagonista transcurre unos cuantos años antes que la mía, a finales de los años setenta (cuando hacía aquellos viajes en autobús, observándolo ya todo, camino de aquel colegio que tanto se asemejaba a una cárcel) la sombra de los años grises de la dictadura aún era alargada. Qué bien refleja Pilar en su libro toda aquella época, la que vino después de la posguerra, con su envaramiento y su falta de flexibilidad para los pensamientos diferentes. Con su falta de aire, de libertades. La escuela, la primera comunión, la religión, las rígidas normas (sobre todo, como siempre, impuestas a las mujeres), la mala educación recibida (y los malos modos en que, en numerosas ocasiones, se llevaba a cabo), la machacona idea del pecado (pecado por todos los sitios, según la norma establecida), los silencios propios de quien no vive en democracia, la cárcel, las escasas salidas para las mujeres, la frustración. La niña que quería subir a los árboles y que no le gustaba la costura. Ella, la niña y luego la mujer, es la que transita por estas páginas, a medio camino entre el ensayo y la autobiografía. O por una novela que va contado la historia de una mujer que se va abriendo paso entre lo inhóspito y lo deseado, entre las conjeturas y las aspiraciones, entre el pasado y el futuro. Entre el tiempo viejo y el tiempo nuevo, esperando la llegada del tiempo de cerezas. Aquel tiempo que tan bien supo retratar la estupenda (y tristemente olvidada por las editoriales: su obra -incluyendo los títulos más importantes- está prácticamente descatalogada) Montserrat Roig. "Para querer el tiempo de las cerezas hay que tener fe en que un día llegará", escribió Roig. Todo eso está ahí, en este libro, no como un grito o una manera de saldar cuentas, sino de reflexionar sabiamente y con serenidad sobre una época y una manera de huir de ella, de abrirse camino a través de las dificultades, dejando atrás la figura materna (impresionante el retrato que se hace de la madre: su dolor, sus miedos, su rabia, su impotencia, sus ganas de salir a la calle). De posicionarse en el mundo. Como mujer. Como una mujer que no quiso bailar lo que tocaban (precioso título, por cierto). El testimonio de unos años (los usos y costumbres, que diría Carmen Martín Gaite) y el de un viaje. El que lleva a aquella niña que quería subirse a los árboles y odiaba la costura al posicionamiento adulto -político y vital, siempre reivindicativo-, alejado ya de la indefensión de los primeros años de vida. El aprendizaje, los descubrimientos. La lucha incansable. El feminismo.
Empiezas a leer el libro y cuesta trabajo abandonar su lectura. Capítulos breves que van enlazando unas etapas con otras. Divertidos, tiernos, crueles, entrañables, tremendos. Donde están muy presente -insisto- las injusticias cometidas contra las mujeres. Un tiempo que parece muy lejano y que no lo es tanto. Y a tenor de los momentos de retroceso que estamos viviendo, menos aún.  Conviene no olvidar esto. Como conviene leer el libro de Pilar Aguilar para comprender los motivos por los que nunca hay que bajar la guardia y tener los ojos bien abiertos ante el más insignificante paso atrás en lo que concierne a los derechos, a la igualdad. Un libro para entender lo que fuimos, lo que somos. Y para tratar de que el olvido no se apodere del futuro. Esperamos poder seguir conociendo esas otras vidas, como apunta la narradora al final del trayecto, de aquella niña que quería subirse a los árboles y que odiaba la costura.