Hay actrices cuyo magnetismo es tan poderoso que no puedes apartar la mirada de ellas. Victoria Abril, que hoy cumple sesenta años, es una de esas actrices. Araña de tal forma la pantalla que, aunque la hayas visto cientos de veces, incluso aunque hayas visto cientos de veces la misma película, su actuación te sigue removiendo las entrañas como si fuera la primera vez. Sucede ese milagro o no sucede, y con ella siempre sucede. Su entrega es absoluta. Pobre, rica, tierna, malvada, simpática, antipática, alcohólica, pija, arrabalera, recatada, apasionada, atormentada, asesina, ama de casa... Domina todos los registros porque, aparte de ese magnetismo tan poderoso que posee, su entrega es absoluta. Hay veces que no necesita palabras para expresar todas las emociones que su personaje lleva dentro, los vericuetos por los que la vida ha conducido a esas mujeres, los sentimientos que rondan por su interior. Con una mirada es suficiente. Con una mirada, frágil o perversa, contenida o desbordada, puede derrumbarte. Y, de hecho, lo hace: te derrumba. Con una mirada, volcánica o helada, te lleva a su terreno. Y aunque interprete a un ser despiadado, consigue que comprendas los motivos que llevaron a esa mujer a ser y actuar de ese modo. Victoria pertenece a ese grupo de actrices que consigue hacer creíble cualquier papel, hasta el más disparatado o incluso, sobre el papel, ridículo. Victoria no tiene límites. Y eso, entre otras cosas, es lo que hace de ella una de las mejores actrices de la historia del cine de todos los tiempos.
Y reitero, para terminar, como hago siempre que escribo sobre ella, la pena que me produce que no trabaje más por aquí. Creo que en los últimos años nos hemos perdido cosas importantes que (quién sabe los motivos) no llegó a realizar. No importa, aunque importe: nos queda su intensa y fructífera carrera. Y ese futuro que hoy, a sus sesenta años, empieza.
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