De repente, revolviendo entre revistas antiguas, encuentro un cuaderno que compré en el Metropolitan de Nueva York, en 2008. Lo abro y sólo tiene algunas hojas escritas. ¿Por qué lo dejé ahí, sepultado bajo todas esas revistas, si sus tapas duras son las que me gustan? Quizá porque las hojas tienen rayas y prefiero las hojas en blanco. Siento cierta curiosidad por lo que está escrito y, a la vez, también algo de rechazo. Leo las últimas líneas, escritas en Buenos Aires y fechadas en junio de 2009. Dicen así: "Después de hacernos numerosas fotografías delante de las casas pintadas de Caminito, bebemos café en un local antiguo llamado El hipopótamo. Estamos cansados."
Y de pronto, la memoria retrocede como un meteorito hasta aquel instante con una impresionante nitidez. Siento aquel cansancio en las piernas, el sabor de aquel café servido en una taza grande y blanca, el olor del local (a madera, levemente rancio) y el de las empanadillas que comían en la mayoría de las otras mesas. Puedo ver perfectamente a aquellos dos hombres, silenciosos después de aquella larguísima caminata, calculando si podrían llegar a tiempo al hotel antes de que empezase a llover.
Han pasado diez años, cientos de cosas, y sin embargo, este hombre que soy se sigue reconociendo en aquel otro. Creo que no nos pilló la lluvia.
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