Es sábado, anochece despacio, ha comenzado a caer una lluvia fina, molesta y agradable al mismo tiempo. Íñigo y yo estamos sentados en una terraza, tomando una copa, bajo una sombrilla de color blanco. A veces, la lluvia cae de un modo rasgado y moja nuestros brazos. Es agradable sentir esa sensación en la piel. Bebemos lentamente, charlamos, nos reímos, dejamos a un lado los quebraderos de cabeza. Una mujer, más o menos de mi edad, se acerca a nosotros. Se dirige a mí, hola, Ovidio, dice. No la conozco. Siempre me pongo un poco a la defensiva ante estos casos. Digo: hola, ¿nos conocemos? Ella dice que sí, que me conoce. ¿De las redes sociales? No, no, se apresura a contestar. Te conozco de los tiempos en los que trabajabas en la librería Aldebarán, aunque no entraba mucho porque soy clienta de otra librería, también por los periódicos, te vi en la tele hace poco, leo tus libros, tu blog... Recuerdo tu amabilidad en aquella librería. Ah, digo yo. ¿Cómo te llamas?, añado. Dice su nombre. Pues encantado, susurro. Acabo de terminar de leer 'Mujer en el bar', dice, y me ha gustado mucho. Qué bien, digo. Me alegro y te agradezco que hayas comprado el libro. Ella sonríe. Y se despide de nosotros con la mano, como si me conociera de toda la vida. Y puede que sea así, que me conozca más de lo que pienso. Y no sé si es algo bueno o no. Resulta, de eso no hay duda, agradable. Como el sabor de la copa, como esa lluvia que cae rasgada y sigue mojando nuestros brazos, ya oscurecido por completo el cielo.
(Gracias)
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