Tengo cinco años. Estamos, por tanto, a mediados los años 70. Voy caminando de la mano de mi madre por una céntrica calle de esta ciudad. Pasamos a menudo por ahí. En ese camino hay un quiosco y yo me detengo siempre delante de su escaparate. En él, en un lugar destacado, hay una muñeca. Es rubia, con un vestido verde. Podría ser una Barriguitas, pero no lo es. Es un poco más grande. Todos los días la observo y le hago a mi madre un comentario sobre la muñeca. Una tarde -es primavera, lo recuerdo bien: ella, mi madre, lleva un vestido de tirantes, y yo, pantalones cortos, hay mucha luz-, venciendo cualquier recelo (sé que no los niños no juegan con muñecas, sé que las madres no les compran a sus hijos varones esa clase de juguetes), le pregunto: ¿Me la compras? Sonríe, como si estuviese esperando esa petición, y me la compra. No se me ha olvidado esa felicidad. La misma que sentí cuando me compró los primeros cuentos que leemos junto a la ventana, esperando que mi padre regrese del trabajo.
Mi madre no quemó sujetadores en Mayo del 68, no corrió delante de la policía franquista, no leyó a Simone de Beauvoir en su juventud. Con aquel pequeño gesto, hizo algo tan importante como todo eso. Mi madre se adelantó a su tiempo, huyó de convencionalismos, se posicionó junto a su hijo en aquellos años grises como madre y como mujer. Y nunca dejó de hacerlo. En ningún momento.
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