Qué tristeza sentí estos días al comprobar el estado de abandono y deterioro en el que se encuentra la iglesia de La Cadellada, justo enfrente del hospital. Me asomé varias veces para ver su interior, cubierto de polvo y hojas secas revoloteando. La puerta siempre está abierta, aunque las rejas impiden el paso. Me pareció un buen lugar, con creencias religiosas o sin ellas, para refugiarse durante un rato en silencio y calmar los vaivenes del hospital. Ese entramado de incertidumbres y preocupaciones que los familiares de las personas ingresadas llevamos a cuestas. Me imaginé allí a muchas personas, con creencias religiosas o sin ellas, buscando un instante de evasión (rezando a su dios, atrapando un respiro). Me imaginé allí sentado, huyendo de ruidos y furias, tratando de comprender eso que tantas veces se nos escapa. Diez minutos de esa soledad -tan importante por momentos- que en los alrededores del centro hospitalario es casi imposible encontrar. Ni siquiera el viento que arrastraba aquel montón de hojas secas era más poderoso que aquel silencio, de repente tan necesario.
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