La infancia está llena de voces. Voces que, de repente, se hacen presentes de nuevo. La muerte de Alberto Cortez. Su voz pertenece a algún rincón de la memoria. Proviene de la radio de los abuelos, de los días sin colegio, de las tardes despreocupadas de los sábados. Días grises, bocadillos de chorizo, chocolate con almendras, dolores de garganta. El futuro por delante. Y la voz melancólica de aquel señor que llegaba hasta el balcón donde, ya entonces, uno se refugiaba con los primeros cuentos. La lluvia seguía cayendo y la canción que escuchaba la abuela en la radio era la misma que estaba escuchando la vecina de arriba (quizá también la de abajo), poco antes de despedirse de aquel marido que se iba a trabajar a la mina. Seguramente, la voz de Alberto Cortez (y la de tantos otros, voces de nuestra infancia llena de voces que se cruzaban en un patio sombrío) servía para que todas aquellas mujeres -mujeres de mineros- distrajesen el miedo. Un miedo que no se nombraba delante de los niños. Un miedo que se escondía tras las historias de aquel hombre que hoy se ha muerto. Estos recuerdos. Aquel dúo con la Pradera, que sonaría un poco más tarde. Aquellas voces que, como los castillos en el aire, nunca se irán del todo.
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